El Congreso se ha reunido para aprobar la continuidad de una opinión generalizada. España tiene que seguir confinada, el coronavirus aumenta su ataque y la emergencia nacional necesita ser prorrogada. Los políticos se han reunido para fingir que, algunos, hacen política. Sí que saben criticar y poner palos a las ruedas pero eso de arrimar el hombro, no les gusta. Para ello, se amparan en la libertad de expresión que manejan tan bien. Las circunstancias especiales hicieron que cuarenta y tres representantes poblaran un hemiciclo con tensión moderada. Se encerraron para debatir durante más de doce horas una respuesta conocida de antemano por un niño de teta o por una pareja sentimental: sí o no. ¿Tienes hambre, bebé?: sí o no. ¿Quieres casarte-vivir conmigo?: sí o no. Sus neuronas han desafiado a la capacidad de almacenamiento digital mínima: el bit.
Los oradores con siglas partidistas se enfrentaron al coronavirus deshaciéndose en elogios a los sanitarios, mitad paternalistas mitad consternados, mientras estos siguen expuestos al virus con audacia vocacional. La población lo está pasando mal; toca solidarizarse con los afectados pero cuando la tormenta arrecie, volverá la asfixia de los recortes y componendas políticas. Pedro Sánchez no desaprovechó la ocasión para justificar la gobernanza del PSOE, respondió más a Casado que a una emergencia nacional, reivindicó unidad con voz conciliadora en un discurso impostado, solicitó perseverancia contra el coronavirus. Su discurso fue un iceberg que no puede ignorar el cambio climático. El buenismo oral le puede, las maneras serias no cesaron de escupir datos alarmantes. Se quitó la polilla de discurso de chimenea al que nos tenía acostumbrados. Pablo Casado, voz del PP, sacó las banderas a media asta, el funeral de Estado y un monumento a las víctimas del coronavirus como artillería inicial en una petición de solidaridad eclesiástica. Con ello no va a ganar el cielo ni la Moncloa ni la confianza ciudadana; quizás la tranquilidad moral de su imagen. El tono de reproche contra Sánchez retrocedió hasta la crisis del Ébola, permitida por los países que ahora sufren el coronavirus. Santiago Abascal se lanzó al ruedo sin capote con la manifestación del 8M por montera. El jefe de Vox instuaró este acrónimo como fecha negra en el calendario. Fue el día clave para la explosión, en Madrid, de un bicho que no pregunta si eres femiloquesea. Igual, para Vox, el coronavirus tiene la cepa en la mujer bullanguera... y que no se llame Eva. Pone el listón tan alto que se desmorona por su propio sentido del equilibrio. Él, y los suyos, ¿no tendrán la misma culpa en la propagación del COVID-19 gracias al baño de masas dado en Vistalegre III, el mismo 8 de marzo, con abrazos incluidos? Supo acusar pero no pedir disculpas. Le han bastado seis días para superar el coronavirus y al resto de españoles: toma confinamiento indefinido.
Se le entiende mejor cuando dice que el matrimonio Sánchez-Iglesias está rompiendo España. Alguien debería regalarle la serie completa Anillos de oro, en VHS (¡claro!). No es el momento para hacer del odio látigo anti-independentista.
Gabriel Rufián se acercó a los sanitarios con respeto de claqueta: ‹‹Sois el único ejército no armado que va a ganar esta crisis››. Son palabras estancadas en un aire viciado. Ojalá no se usen como arma electoral y queden para el recuerdo de los taquígrafos. Para el portavoz parlamentario de ERC: ‹‹O paramos el país o nos quedamos sin país›› dejando al vuelo, ahora, qué país: Cataluña o España. ¡Así es como se opina!, con certidumbre. ¿Cuánto durará esta afirmación? Ni idea.
Se escucho a Pablo Echenique, doctor en Física por la Universidad de Zaragoza, como científico más que al político. Sus argumentos, documentados en el saber empírico, ilustraron con claridad que el universo del COVID-19 no tiene fronteras, de momento. Gracias. Su exposición derrochó purismo intelectual con calma chicha. Apoyó a los socios de gobierno sin la aspereza sumisa que Pablo Iglesias muestra con normalidad.
Es bueno que haya críticas en un discurso político pero cuando lo que se busca es consenso humanitario, la disparidad debería apartarse para lograr acuerdos hasta que el mal pase. En vez de sacar a los muertos como trofeo de la ineficacia de uno y la justificación de otro, ¿por qué no se intenta reducir la curva de fallecidos por el coronavirus o estancarla? Ya tendrán tiempo para tirarse los trastos a la cabeza, como hacen siempre. Los dirigentes escenificaron sus incertidumbres y sus cabreos; compitieron en la lucha hegemónica: unos para escalar y otros aguantando. Se golpearon mutuamente con disciplina de cinismo humanitario. El posesivo 'nuestros' es más suyo que nunca: nuestros compatriotas, nuestros ancianos, nuestros conciudadanos. Perdón, nuestros y nuestras. Todos convirtieron al Congreso en un aquelarre de ataques entorno a víctimas anónimas. Eso es mezquino. La imagen oratoria fue el elogio a la inmadurez. Los balcones siguen solidificando la unión sincera.
Estamos encerrados en la vacilación de escoger entre dirigentes que no saben coordinarse o dejarnos atrapar por una pesadilla con final ambivalente: la superación o dejarnos aniquilar. En medio, los políticos nos están matando lentamente. Se podían haber quedado en casa guardando el confinamiento para no contagiarnos con discursos sacados de contexto. Podían haber practicado su oratoria en el cuarto de baño, delante del espejo, donde el onanismo es más privado e higiénico ¿No?
El coronavirus avanza y ellos retroceden. Esta es la pandemia de los estadistas que nos gobiernan. Los aplausos suenan puntuales a las ocho de la tarde en la calle. Eso, eso sí que es consenso y diálogo.
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