El viernes 13 de marzo de 2020 es una fecha que no se olvidará en la memoria social española. Un bicho raro se metió en nuestra vida con naturalidad. Lo más significativo no fue su aparición sino la propagación. Dieciocho días después, las cifras siguen disparadas aunque la agresividad haya reducido. La quiniela de la vida es una cadena de equis darwinianas que no puede evitar el llanto y la impotencia. La frialdad numérica lo dice todo: España alberga 85.195 contagiados, 7.340 muertos y, esto es lo bueno, 16.780 altas. La batalla contra el coronavirus es una guerra de cifras. Sólo existe una salvedad en este goteo: los desertores a la ley del confinamiento.
La rutina prolonga una vida en angustia, las plataformas de vídeo a la carta están acelerando una muerte cerebral mientras los aplausos repican a las ocho de la tarde como resistencia y homenaje. Hola y adiós. Gracias y hasta siempre. La convivencia ya no permanece inmóvil ante el gran hermano morboso ni cocineros superdotados, cada vez más jóvenes, ni citas espontáneas. Cómo ocupar el tiempo es una preocupación que ya no divierte. La repetición come la improvisación excepto a la muerte, que no planifica. El ocio infinito mira de reojo al nerviosismo. Morir y vivir son verbos en presente continuo cada vez más permanente. La muerte ajena se teme tanto como la propia. No es un paso hacia la eternidad sino una ejecución por falta de medios. Otro fiambre víctima del coronavirus nos pone más cerca del precipicio aunque nos lavemos las manos cien veces al día.
Las deficiencias administrativas son más letales que la COVID-19 y ahí están, dando el callo sin desaliento. Su gestión descoordinada propaga el abucheo hacia los políticos. Los galácticos del deporte también son blanco del coronavirus en su modalidad ERTE. El hombre moderno se refugia en las preocupaciones; proyectamos sueños inalcanzables; somos atletas de élite en la carrera de la zanahoria y el burro. No está preparado para aburrirse. Hasta ahora, hemos vivido con la inseguridad de poder encontrar algo menos malo; todo se ha estancado. Hemos dilapidado el tiempo comprando impactos de juventud sin mirar a los viejos que teníamos a nuestro lado; sin vernos a nosotros mismos en ellos. La vida es corta y el final nos pone a todos en el mismo lugar de la carrera. El coronavirus no es clasista mientras nos acerca la muerte. Lo ha cambiado todo: primero lo vimos lejano porque, pensamos, China es otro mundo. Se convirtió en un Marco Polo oriental que, en vez de aprender, venía a enseñar (sus dientes). Y le gustamos: algo bueno deberemos tener, digo yo. El coronavirus lo ha cambiado todo: La multiplicación bíblica de los panes está siendo una expansión apocalíptica del microbio.
No entiende de justicia ni injusticia: es ciego en su objetivo. Permite que nos miremos de igual a igual poniendo a cada uno en su sitio. Una epidemia global nos ha mostrado que nadie es más que nadie ante la vida y la muerte. La acción salvaje del coronavirus alberga una interpretación positiva: no distingue clases sociales. El rico no se puede defender mejor que el pobre aunque las condiciones sociales ayudan en la defensa o desprotección. No por comer más bío vamos a estar más protegidos ni por hacer tablas gimnásticas en nuestros aparatos de última generación, comprados en el supermercado que vende de todo. El coronavirus no mira tu cuenta corriente ni pregunta por el dinero que tienes en Suiza; tampoco se fija en los metros cuadrados de tu casa ni en la cilindrada del coche o si posees uno para las fiestas y otro para las excursiones campestres. Es solidario con todos: no se enamora de los guapos ni rechaza a los feos y viceversa. No le interesan las ideas políticas (izquierdas, derechas, centros, centroizquierdas, centroderechas, moderados, euroescépticos, ácratas, ultras). Este hombre del saco no desprecia a nadie, sólo distingue entre vulnerables y fuertes. Nos ha enseñado lo pequeños y débiles que somos junto al poder de su menudencia.
Un sabio hacía meditación en su cueva oscura mientras repetía una y otra vez: ¿para qué prolongar mi estancia si he vivido más de lo que quería? Morir en manos del coronavirus no es justo pero respirar, comer o mearte los pañales sin una respuesta sensitiva, tampoco. A partir de ahora, ¿surcaremos el momento sin besos ni abrazos por miedo al contagio? El vivo, respira; el muerto, quita el aliento y el coronavirus no deja vivir ni morir en paz. A nadie.
|
|