El miedo a lo desconocido mueve al hombre para lo bueno y para lo malo. Tenemos la costumbre de estigmatizar lo que nos inquieta como si esto mejorara las cosas. Es una manera de adaptar lo común a los intereses personales con pretensiones fascistas. Desde el siglo XIII, cuando el IV Concilio de Letrán introdujo la insignia amarilla para separar a las personas, hasta la Segunda Guerra Mundial, la estrella amarilla ha servido como distintivo de pureza. Aquello que causa malestar es señalado con el dedo acusador, adjetivamos un indicio sin fundamento, armamos frases lapidarias convencidos de su validez estructural. El clamor miedoso e individualista ensucia el grito resiliente del mayoría. Hitler comenzó su locura en solitario, supo crear descontrol manipulando. Sólo bastan unos golpes de efecto en las debilidades colectivas para aupar la maldad.
El cazador sale con intenciones de linchamiento que invitan a abandonar el domicilio de la presa. El individuo a perseguir se llama infectado de coronavirus. Son los nuevos desahuciados. La suposición temerosa del indeseable resuena sobre el silencio confinado; los demás callamos por miedo o por desidia mientras otro hace el trabajo sucio. Los creyentes de su ignorancia cultivan el virus del fanatismo en favor de una pureza preventiva. La halitosis de este extremismo apesta a pandemia segregacionista. Las barrabasadas individuales huyen del problema asustadas, se refugian en la intimidación fácil con caligrafía de advertencia bondadosa. Es el egoísmo en estado puro.
El miedo al exterior blinda el fortín de la convivencia, las miradas acusan con desconfianza. Hemos diferenciado dos clases de población: los contagiados y los no contagiados por el coronavirus. En medio, situamos a un grupo flotante como riesgo por su cercanía a nuestro domicilio y profesión: barrenderos, sanitarios, trabajadores de supermercados están en el punto de mira de nuestros miedos más cavernícolas. Cuando las calles rebosen suciedad, los centros de salud dejen de funcionar o no haya comida en las estanterías porque nadie se encarga de reponerla les echaremos de menos. No queremos contagiados de coronavirus colindantes pero aceptamos a un familiar tocado por la COVID-19 como animal de compañía. ¿Hay algo más cínico? Yo digo que no. La discriminación levanta xenofobia y esta, el alejamiento entre las personas.
La solidaridad no sólo se demuestra cada día a las ocho de la tarde en los balcones. Se desconfía de quien no lleve mascarilla, rociamos con lejía las puertas del vecino sospechoso, se pegan carteles de simbología nazi en domicilios. El miedo nos hace más irracionales y la falta de sentido común, más vulnerables al coronavirus.
Los mensajes antisemitas aparecen en la película La vida es bella a través de pintadas y carteles como ‹‹prohibida la entrada al local a los perros y a los judíos››; Hamlet inmortalizó la frase ‹‹Ser o no ser››; Ernest Lubisch la reprodujo en la película homónima riéndose del nazismo; la actualidad
ni fabula ni se ríe cuando dice ‹‹Ser o no ser... portador del coronavirus››. No tiene gracia.
Ahora, los miedosos se dedican a marcar territorio a escondidas en nombre de su debilidad mental.
¿Quién asegura que entre los aplausos de los ventanales no haya un coronanazi infiltrado?
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