Buenos días, lámpara; buenos días, taza; buenos días, lavabo. Así es como un niño de cinco años recibía cada mañana en La habitación. El inicio de la película que protagoniza Jacob Tremblay no disimula las intenciones claustrofóbicas que hoy resultan tan familiares. La curiosidad de un crío nacido en un cuarto cerrado, entrenada por su madre, se acostumbró al olor de la cárcel casera. Los chavales de ahora no han conseguido sobrepasar el umbral que separa imaginación y paciencia. La sensación opresora que atenaza a Jacob iguala, supera incluso, la ansiedad causada por el coronavirus en la infancia del siglo XXI. Él nació con ella; los niños de la sociedad española, no.
El cielo abierto es una quimera y la vida se reduce a cuatro paredes. Los más privilegiados pueden contar con estancias ventiladas y, en el mejor de los casos, provistas de terraza. Si además, un jardín rellena el cuadro arquitectónico, los dientes se ponen largos de envidia. Ahora, criticamos con más uso de razón la injusticia de las casas modernas, la usura del aprovechamiento espacial, el valor del dinero sobre el Artículo 47 de la Constitución Española, el elitismo natural que mima la vivienda. El coronavirus nos ha obligado a amar el domicilio más de lo que queremos. Sí, nos ha proporcionado el calor familiar que antes no teníamos o esquivábamos. Hemos hallado la llama de la cercanía que se apagaba. Pero, reconozcámoslo, no somos una especie destinada a consumir los días en la madriguera ni, mucho menos, a estar encerrados por obligación. El virus protagónico nos ha hecho apreciar el exterior, nos a trasformado en robinsones de una isla rodeada por hormigón y semáforos que respiran en soledad, tranquilos. La vida exterior es más pacífica porque el hombre incordia menos, los índices de contaminación han bajado, los pájaros se han apoderado de las calles: ¡invasión dichosa!
El bicho campa libre, los humanos no aguantamos la presión de la reclusión súbita. Las voces más desesperadas han gritado que sus hijos no aguantan el encierro, los resortes gubernamentales han tomado cartas en el asunto. No es tiempo de lutos nacionales, casi impositivos, ni de colgarse crespones en chaquetas militares durante comparecencias cada vez más soporíferas; tampoco es la hora de soltar a las cabras al monte aunque sea en rebaños ordenados. Cuando las medidas buscan una tranquilidad pasajera sin tegumento científico, y están empujadas por el nerviosismo general, algo resulta inquietante.
Los ancianos respiran peor cada vez y nadie les escucha. Los niños se hiperventilan con más frecuencia porque no pueden desfogar su ímpetu de galgo corredor. No encuentran cataratas por donde deslizar su vitalismo. ¿Les ayudan los padres a nadar con brazadas más cortas e intensas, a encontrar corales nuevos en el agua de la pecera hogareña? A ser un poco Jacob Tremblay.
Después de alguna que otra metedura de pata para adelantarse al tiempo, el gobierno, las autoridades sanitarias y un apoyo en la sombra traicionera de la oposición acepta que los niños pueden salir a la calle. El confinamiento infantil ha encontrado su cuenta atrás. Veremos si es el fin de las angustias y el comienzo de una floración más agresiva.
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