En la antigüedad, léase desde hace un año para atrás, la llegada de la Semana Santa significaba una convivencia vacacional entre una familia. Además, cuando la recuerdo como una mancha borrosa en mi conciencia pasada, se tenía por costumbre estrenar algo que no era necesario. Los más pequeños esperábamos el Domingo de Ramos como un premio a nuestras bondades y fechorías. El momento de felicidad agasajada se convertía en alegría, engalanada con júbilo procesional, que da paso al dolor de la vuelta al colegio. Durante esa edad de la inocencia, la Semana Santa se calibraba como una parada en las Matemáticas y la Historia. Los más aplicados aprovechaban para cargarse con deberes que suprimiesen los empachos empollones. El tiempo nos ha obligado a convivir, soportar y torear a un martirio nuevo que, un año después de su aparición, nada tiene de novedoso: el coronavirus. La Semana Santa de 2020 se vive pensando en el presente cuando los acontecimientos exigen mirar, más que nunca, al futuro. Nos centramos en disfrutar el presente como si nada hubiera pasado. La gran mayoría nos dimos cuenta del infierno venidero, de que hay espacios intermedios que no son ni vida ni muerte; dejamos de asistir a los entierros como ceremonia litúrgica. Los funerales incineradores fueron una metáfora casera del holocausto nazi. Ahora, el asesino no distingue entre judíos, cristianos, budistas o nihilistas.
Muchos piensan que, después de un año de penitencia obligada, su sacrificio merece una recompensa, un acercamiento a la vacación celestial porque no podemos vivir encerrados en un estado de confinamiento cambiante. El escape de la rutina olfatea la vuelta a una normalidad ansiada. Hasta ahora no nos hemos dado cuenta de que lo normal era algo extraordinario. La Semana Santa debería ser un recuerdo a los tres millones de casos confirmados por coronavirus en España, a sus muertos y las cifras mundiales: ciento veintisiete millones, según la OMS, aunque fuera por caridad humanitaria. La libertad que nos hemos tomado es un bocado dulce en fiestas donde la gula no está bien vista; una torrija envenenada a la que cambiamos su sabor con colorantes trufados de civismo. Las carreteras son rutas de caravanas modernas, caravanas de coches parados. Las estaciones ferroviarias: colas de gente con maletas, canario y perro para hacer un viaje de ida y vuelta en el día. ¿Se puede ser más cínico, miedoso e irresponsable? La mayoría huye del hogar pagado a agolpe de hipoteca o del piso alquilado. Las fiestas de jóvenes locos no paran en una crucifixión moderna. Algunos nos asustamos sin santiguarnos, el demonio anda suelto y la estupidez se va de borrachera con él. Los franceses vienen a España a hacer turismo cultural, como dice Almeida, aunque muchos vean aquí la libertad del 68 revivida gracias al fomento del de borrachera. Mientras, los churros de San Ginés salen lacios, desmotivados.
El paso de los días nos ha asentado en una esperanza que no debe engrandecerse: la vacuna. Es un método para alcanzar la estabilidad previa, conscientes de que el afecto social no será el mismo. La vacuna, para que se entere algún optimista irracional, no cura; ayuda a ganar asaltos en un combate sin campanada final. Ellos no saben que sus vacaciones furtivas no van a despistar la presencia del coronavirus (se habla de una ola nueva). El fútbol, todo un espectáculo de felicidad masiva, ahora es una ceremonia que recibimos con los brazos abiertos. Más que una Semana Santa, esta va a ser la Semana del Calvario. Ateo for ever. |
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