El embate que engrasa las escenas finales con perseverancia puede minar la mente del espectador harto de tanta carne desnuda fornicando sin romanticismo.
Cronenberg se ciñe a un relato incendiario para su tiempo. Las víctimas mueren sin oponerse al destino, las sensaciones saltan de cuerpo en cuerpo para sobrevivir a la colisión humana. El potencial viril no tiene competencia ante el vacío espiritual.
Crash es velocidad, apetito por alcanzar metas obscenas en el paraíso de la alteración moral para unos, la culminación del choque carnal observado por todos. La rapidez no es erótica sino genital. La obsesión por la celeridad y las cicatrices persigue la exaltación de lo deforme como cumbre de una obra inquietante. La necesidad de reconstruir el físico a través de la tecnología necesita destrozarlo para resucitarlo en complexiones distintas.
La transformación desempeña el factor lascivo más importante y excitante de una película perturbadora y que, a la mayoría, puede resultar aburrida, insulsa y prescindible.
Crash es un estallido que va más allá de la imagen sucia, es el análisis decadente del individuo y sus
parafilias visto a 160 kilometro por hora.