La filosofía DIY (“Do it yourself” en inglés; “háztelo tú mismo” para la lengua de Cervantes) encuentra en “Super 8” el arranque de una tartana sci-fi envuelta en estereotipos y humo pegajosos. Esta patraña peliculera, conocida en los foros cinematográficos como el apellido del matrimonio entre J.J. Abrams y Spielberg, es cine vacacional sin valor añadido. Un bocado insulso que demuestra la permeabilidad de la palabra genio, una tortilla francesa de huevos estrellados contra el vacío de su consistencia.
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Sobredosis de planos que se ahogan en el efecto visual, la invasión del militarismo defensivo que esconde la culpa del error cometido; intoxicación de catastrofismo ruidoso, arrumacos al patriotismo cutre. "Super 8", demasiadas veces citando su nombre, hace un guiño a los experimentos clandestinos que sostienen la Seguridad Nacional. Las ganas de comunicarnos con entes de otras galaxias demuestran la grandiosidad de nuestro aislamiento terrenal.
Los goonies y E.T. enrutan la clarividencia veraniega de este popurrí que termina en batido de yogur indigesto.
Hete aquí un lío de película que se sirve del cine para engatusar al público con fuegos artificiales, donde el hombre juega a invadirse a sí mismo. Guión de cliché agarrado a la gorra del director con imperdible para absover energía de una materia gris que no se ha prodigado en imaginación inteligente.
La música de una banda sonora elegante y los momentos zombies de Elle Fanning (Alice Dainard) no salvan del destierro este comistrajo con huellas alienígenas.
"Super 8" promociona el talento indie de jovenzuelos cinéfilos con ideas alternativas. |
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El Séptimo Arte se está convirtiendo en la Primera bazofia consumista. El cine ensambla arte y entretenimiento, risas y lágrimas; gracias “Super 8” por enseñarnos a hacer cine de presupuesto estelar e ínfima calidad. De los errores se aprende.
Haciendo justicia con la realidad, será taquillazo del verano, una época en la que los hospitales se saturan por las lipotimias recibidas. |
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