El afecto por la tierra, una casa aislada en Île-de-France y una atmósfera amiga van ubicando un ambiente atenuado por la ternura infantil.
La imagen en movimiento se presenta arriesgada, apostando por la narración realista de un cuento, sin intervención de una mano que obligue a interpretar planos y confeccionar escenas.
La dirección se pone al servicio del actor y la cámara actúa como elemento receptor de imágenes que luego serán ordenadas en el estudio. Porque si algo caracteriza a
Nana es su montaje. Detrás de cada plano existe un trabajo de edición ejecutado con bisturí preciso. Se ha parido en la sala de edición, bajo la penosa labor de desechar horas recogidas con cariño, eligiendo entre la objetividad del plano y el amor del director en el momento de encuadrar. Lente y micrófono penetran la soledad infantil hasta llegar a la secuencia definitiva.
Se ha impuesto la lejanía que obliga a respetar la actuación de una niña tan pequeña -cuatro años- sin la injerencia de observaciones adultas. Juego de gestos y monólogos en el que las localizaciones tienen un papel decisivo.
La voz se convierte en movimiento de escena; la cámara permanece estática.
Mientras la madre representa la frustración y la huida, la hija, abandonada, en vez de ponerse a llorar, afronta la vida como un juego campestre. El bosque adquiere el rol de hogar: una casa de muñecas que hay que cuidar. Un guiño a las teorías vertidas por Rousseau en el
Emilio, que nos plantea lo que sucedería si dejáramos crecer a un bebé en un marco salvaje, aislado, sin vínculo familiar ni contacto humano alguno.
Nana recuerda al caso de
Marcos Rodríguez Pantoja, obligado a integrarse en la naturaleza animal. Supervivencia y abandono definen esta fábula que sabe a drama documental.