La decían los romanos con una claridad atlética.
Citius, Altius, Fortius. El deporte está en nuestras vidas desde que nacemos. El deporte sirve de aliciente, de superación, de pretexto para conseguir el ligue adolescente y se ha convertido en negocio. Cuando a esta noble actividad se anteponen los intereses comerciales, las personas pintan menos que un cero a la izquierda. Se convierten en cifras y máquinas utilizadas con un propósito económico. Son un pura sangre que, carrera tras carrera, van perdiendo facultades; todoterrenos de lujo que sólo pasan por el taller para tunear su chapa.
“La verdad duele” se adentra en la negrura de este mundo convertido en mina de suicidios. Basada en un hecho real, no se escapa de la moralina peliculera puesta en la figura de Will Smith, un actor que no es amante de la polémica. El papel como profesor afroamericano no alcanza su mejor registro dentro de un drama ligero; claro que después de
“After-Earth”, cualquier cosa es buena.
Su figura resulta más blandengue que convincente. La elección de Will Smith (antiguo Príncipe de Bel-Air) busca el gancho comercial que reúna a toda la familia frente a las palomitas.
Si el tratamiento de la mano sucia negra del deporte “de élite” resulta interesante en la pantalla,
“La verdad duele” no da con la forma adecuada de exponerlo.
El fútbol americano sobrepasa los límites del deporte, llevando al jugador, víctima de su dureza convertida en circo, al colapso cerebral con mucho dinero en juego. El artículo del Doctor Bennet Omalu,
“Encefalopatía traumática crónica en un jugador de la Liga Nacional de Fútbol”, (2005) revolucionó la medicina aplicada a este deporte y alertó a quienes lo miran como una cifra billonaria. El descubrimiento de la
encefalopatía traumática crónica, daña al patriotismo que despierta este deporte, ataca sin miramientos a quienes lo disfrazan de fiesta nacional dominguera.