El mar es un telón de fondo inseparable para una película donde el paso del tiempo es un personaje influyente sobre el resto de los protagonistas. El viaducto que preside
La casa junto al mar se convierte en otra metáfora de la temporalidad que asedia constantemente a la sintaxis cinematográfica de Gue´diguian. La esbeltez arquitectónica de esta construcción es una defensa hercúlea que protege al paisaje del tiempo pero no a sus habitantes. El director marsellés coescribe y dirige una narración concebida para saborearse de manera reflexiva, donde el drama apunta sosegado. El cine de referencias geográficas palpita sin taquicardia dejando que el torrente de sensualidad fluya por aguas cristalinas. Este recuentro de la madurez cansada halla el reposo perseguido en una reunión que comparte frustraciones, amarguras y metas nuevas. El diálogo abre la puerta a frases que recuerdan disputas pasadas: despierta fantasmas trasparentes.
La infancia y la juventud de una madurez insatisfecha comen y beben sin plantearse el mañana al tiempo que se enaltece la importancia de la figura paterna como visionaria, como defensor de un pueblo convertido en refugio del recuerdo con aspecto de cala turística, conocida por una minoría selecta. Vivir en este paraíso implica detener el tiempo. El intimismo de los sentimientos familiares se enfrenta a la realidad que exige soluciones cuando los protagonistas descansan sin interesarse por el paso del tiempo.
Robert Guédiguian se esmera por crear discurso y entablar debate entre el pasado y el presente, por mantener la esencia del olor a pescado fresco incluso en los sentimientos.