La palabra más firme se pronuncia a través del silencio. Las ideas menos volátiles son aquellas que no se traicionan con el paso del tiempo. Nabil Ayouch lo tiene claro y lo expone con una rectitud meridiana en Razzia. Después de la imponente Los caballos de hierro, en la que arremetió sin prejuicios el fanatismo yihadista, vuelve a poner los puntos sobre las ies con dureza reconfortante. Los personajes son el motor de un engranaje social dispar y cercanía geográfica, los impedimentos expresivos y la necesidad de convertir su sombra en luz. Forman parte de esa mayoría a la que nadie da voz, cortan el aliento por la delicadeza de su sinceridad afilada. El virus de la intolerancia y el nihilismo los acompaña junto a guardaespaldas religiosos y morales. Se crean mundos paralelos. La imposición los encierra en la misma jaula castigando la intimidad y vulnerando el respeto. El lenguaje ha sabido resistir en un proceso de arabización totalitaria que acaba triunfante. La renuncia al idioma se recuerda con dolor décadas después mientras el viento del Atlas ha permanecido invulnerable. La reflexión está abierta en un mundo de desigualdades. Las primeras imágenes son postales de interés turístico y vuelo libre; el protagonismo que revive al mito musical, un vídeo casero en playback realista; el antisemitismo tiene nombre árabe; la sumisión se esconde tras una marido camuflado de modernidad aparente; su esposa, atrapada por los grilletes del matrimonio unipersonal, debe mantener contentos a todos menos a ella; las torres de marfil se desmoronan en caída libre. Las motivaciones distintas globalizan el peso de este relato colectivo. La épica urbana y rural dibuja una comparativa fascinante entre lo mundano y lo identitario. El síndrome de la humillación es un batracio permanente que se teletransporta con facilidad. |
|
Dura y dulce, Razzia no se calla ante los abusos de la discriminación directa. Su trazo sencillo no rechaza lo irónico; busca la amplitud de miras humanas por caminos angostos como voz de la identidad marginada y peso de la exclusión. El sigilo ante espejos rotos habla a gritos, la soledad es música cotidiana. Busca el despertar mientras denuncia la insistencia del rigorismo integrista en asfixia sempiterna. La contención en el vocablo y el valor de los gestos mudos benefician el ejercicio de una reivindicación ética sobresaliente. Lejos de dispersarse con una narrativa compleja, las escenas se lanzan como piezas desmontadas para que el público se encargue de componer un rompecabezas que a nadie resulta desconocido. Razzia es cine de altura que nunca envejece. |