Me pregunto cómo Mark Wahlberg lidera el listado de artistas mejor pagados de Hollywood. Y es que después de ver
Milla 22, entiendo menos la industria norteamericana del cine, rendida a la estupidez de las operaciones especiales. El cuarto matrimonio entre el director Peter Berg y Wahlberg apesta a metralla ensordecedora y sabor de videojuego. En su nueva aparición, el carisma de un desequilibrado mental que define su personaje surge como justiciero emocionalmente descontrolado en unos juegos de guerra moderna. Es la antítesis de
Arnold Schwarzenegger, recordado con nostalgia, como agente secreto rudo y quirúrgico en
Eraser.
Este entorno de enfrentamiento limpio es un reflejo de los tiempos que vivimos, con intenciones letales y estrategia militar regidas por una tecnología del espionaje más sofisticada.
El atracón continuado de bombazos, tiros, sangre, insultos y blancos quirúrgicos acelera las pulsaciones hasta hiperventilar la cordura. Es la cumbre del avasallamiento mortífero que, en vez de intrigar, aburre embadurnando el aire de simpleza tecnificada e impulsividad irreflexiva. El ritmo es intenso, la fuerza de las imágenes, atronadora y empalagosa mientras juega al despiste de la intriga inteligente.
Milla 22 reconstruye un mundo de personajes que hacen de las armas su jerga agresiva chapurreada con una expresividad de vértigo que invita a la mala leche jocosa. Deja muertos allá por donde pisa mientras siembra de violencia superlativa todo lo que pisa. La inclusión de la trama rusa le da un aire actual ubicado en una ciudad con nombre impronunciable y fisonomía asiática.