Si los zombis no hubiesen aparecido por la pantalla, Abe Forsythe habría pasado sin disgustos la aduana de la crítica sabuesa disfrazado con chistes baratos y escenas ñoñas. Incluso, hubiera resultado divertido. Las tonterías de
Little Monsters son gamberras a conciencia. Se emplean a fondo para no entusiasmar excepto a quienes cualquier cosa desmadrada les parezca original. El comienzo zambulle a esta pesadilla infantil en el mundo de la comedia con efectos cómicos de televisión nocturna. Lo urbano tiene rostro de calcetín sudoroso y macho decepcionado en el amor y el trabajo. Alexander England es el antihéroe que sólo encuentra decepciones consolables por el nido familiar. Se comporta como un vagabundo del compromiso que siente la profundidad de la herida cuando la pareja aprovecha su inapetencia de madurez. Tampoco sabe hacer mucho más que desgastar el sofá, irritar a una hermana enganchada a la vida vegana y usar a un sobrino que desciende de
Darth Vader en vez del mono. A pesar de esta apatía innata, su labor inesperada de canguro pone más los ojos en una mujer inteligente, de la que se cuelga, que en un chaval que inyecta algo de entusiasmo a una vida deprimente. La música es una afinidad que sirve de enganche emocional curioso: mientras a ella le atrae el ukelele, este neandertal urbano, ex-miembro de la banda God’s Sledgehammer, se decanta por la sensibilidad del death metal más hardcore. El recuerdo a
Escuela de Rock es la sintonía de su fracaso.