Se supone que Antonio y Miguel llegan a Ibiza atraídos por el mito sexual de esas tierras. Aunque su desembarco sea de corazón, este deambular turístico les convierte en patos perdidos por un mundo tranquilo, sin desmanes. Son dos ánades que nadan en un lago de aguas desconocidas donde uno es más listo, más despierto, menos patoso que otro, destinado a representar la inocencia del españolito poco cocido. Claro que al lado de
José Luis López Vázquez, estos embajadores del producto ibérico en busca de amor veraniego son dos alumnos rezagados. Uno es de porte garboso; otro, la denominación de origen cercana al pueblo: pequeño, introvertido e inocente con las mujeres.
Los Europeos quiere desembarcar en el universo cosmopolita para contar un historia anclada en la superficialidad del encuentro; ni tan siquiera tiene la gracia del ligoteo fácil. La adaptación de la novela homónima esrita por
Rafael Azcona, censurada durante una década, es un paseo por tascas, paellas y cachondeo playeros saboreado por los protagonistas con catadura opuesto. La timidez melancólica de Miguel Alonso resulta compasiva frente al espíritu vividor que Antonio no vacila en exhibir antes de que los gimnasios se pusieran de moda. Ninguno pertenece a este mundo, perdidos en un destino que no logran sacarle el jugo esperado. Ambos viajan ligeros de equipaje y mente desamueblada. La atracción del mito por las europeas gamberrea con dotes conquistadoras aunque para ello se sirva del cinismo que no persigue más que un rollo rápido y vacacional. En el otro extremo del cuadrilátero hay un hombre-carabina que aburre y se aburre. Es el hombrecito de provincias sin horizonte ni en lo morboso. Ni hay ganas de desconectar de lo urbano ni ansia por comerse el mundo.