El origen de Halloween, o Fiesta de Todos los Santos, varía según la lupa cultural con que lo analicemos. El recuerdo a los difuntos traspasa fronteras. En Seúl, los vivos se han convertido en muertos y la celebración festiva en catástrofe. Su victoria no acepta trato ni truco como moneda de cambio. La tragedia se ha cebado con la masa apelotonada, deseosa por redescubrir una terminología malinterpretada: normalidad. La gravedad de lo sucedido en Itaewon es más anormal en su intencionalidad que analizada como dato numérico. El deseo desabrido de festejar algo suspendido por causas mayores se zambulle en la socialización como antesala mortal que nunca imaginamos. Nos convertimos en borregos de una libertad manifestada sin cabeza.
Una avalancha de gente congregada en esa zona de bares ha teñido de sangre su nombre. No se sabe quién comenzó el caos ni porqué aunque se imagina un menta majadera, sobrecoge el escalofrío de que esa bomba humana andara sin control. El móvil del atentado terrorista no sobrevoló el pánico, por lo tanto se queda en vandalismo de impacto momentáneo. La calle fue una ratonera, sus cuatro metros de ancho sintieron el aplastamiento de huidas despavoridas. El atasco de quienes invadían esa estrechura comenzó a arañar sus paredes como señal de desconcierto.
La cifra de heridos y fallecimientos bailó una danza macabra que aceleró su ritmo hasta dimensiones fatídicas. Se abunda en ofrecer información basada en la edad y sexo de los perjudicados, convertida en comparativa. Las declaraciones policiales certificaron la existencia desproporcionada de víctimas femeninas en las cercanías del Hotel Hamilton. La frialdad del guarismo contado en directo favoreció una inmediatez carente de argumentos para el análisis. ¿Acaso 100.000 personas hacinadas en un espacio angosto pueden acabar bien? Se introdujeron en una boca del lobo de cuya mordida fue muy difícil escapar. El sudor corporal se compartió estancado, como parte del jolgorio, a modo de fusión tántrica. Me pregunto por qué se los permitió reunirse en pocos metros cuadrados dentro de un barrio superpoblado. Me pregunto por qué somos tan becerros como para encerrarnos por placer en cárceles sin techumbre.
La concurrencia de Itaewon no fue conscientes de que la muchedumbre facilita la calamidad de proporciones incontrolables. Siguiendo las palabras del antropólogo y psicólogo social francés Gustave Le Bon, ‹‹el Yo es sustituido por el Nosotros››, añadiría que el miedo ante la desgracia común, de origen desconocido, vuelve individualista al ser humano como forma de certificar su origen primitivo. La multitud atemorizada provoca la estampida que desemboca en susto. El fomento de la distracción a través de situaciones lúdicas como esta es una forma descuidada de admitir el riesgo que pocas veces valoramos. Se tapa los ojos con la venda de su imprudencia en los límites de la alegalidad. Estos actos apelan a las emociones más que a la prudencia. La evidencia fatídica es posterior. Los asistentes a esta reunión no estimaron que su amontonamiento escondía inseguridad pero constataron que el espanto colectivo es el enemigo principal del grupo. Esto no significa que el ocio deba prohibirse sino disfrutarse en ambientes ante cualquier eventualidad. manera ordenada, sin agolpamientos.
Se dijo que mientras algún gendarme percatado del caos intentaba calmar la situación, este era increpado con la frase ¿Pero de verdad eres policía? Eso ha pasado en una caja de zapatos donde no hay juego de máscaras venecianas ni esqueletos mejicanos bailando como marionetas que festejan la muerte. Cuando asistes a una fiesta de disfraces como Halloween asume que nada es lo que parece y todo está impregnado de un magia disfrazada con terror artificial. Los asistentes comenzaron a desplomarse como fichas de dominó abatidas por un golpe invisible o una conga mortífera. ¿Fue producto de un descerebrado que azuzó al grupo con un petardo de feria? Vivir para contarlo es narrar los hechos en formato reducido. Sólo las imágenes plagadas de cuerpos cubiertos con mantas térmicas, caras desencajadas o sensación de angustia ilustran la magnitud de lo ocurrido. Los cadáveres alineados ofrecieron un paisaje de crudeza espartana mientras la confusión se adueñó de zombis asustados. Han habido accidentes con mayor número de afectados pero quedarse con sus cifras resta importancia a una reflexión sustancial: la vigilancia de estas aglomeraciones destinadas al disfrute general. El enfoque lúdico de ser la primera celebración sin medidas de distanciamiento social desde el inicio de la pandemia de la COVID-19 huyó de la sensatez. Algún testigo culpa de este infortunio a los dueños de los bares y clubes cercanos que no dejaron entrar en sus locales a los atrapados en el callejón, aumentando la angustia de las personas y entorpeciendo la descongestión de la zona. Más allá de la magnitud del percance, lo que de verdad importa, creo, es saber dónde está el límite entre la diversión y la estupidez aborregada. |
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