La vida es un cúmulo de situaciones imprevistas.
Esta falta de previsión ante lo inesperado es lo que hace interesante a “Celda 211” y va dando forma a su desarrollo. El caos inicial exige una respuesta inmediata, desesperada. El control se guía por la intuición, la supervivencia. La razón es instintiva, atiene a la supervivencia cuando advertimos que el peligro nos acecha. Se lucha contra el vacío, sube la adrenalina; nos asusta perder el control ante lo desconocido, cuando nos sentimos indefensos. |
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Daniel Monzón se coloca detrás de la cámara con el cuarto largo, después de “La caja Kovak” (2006), ”El robo más grande jamás contado” (2002) y “El corazón del guerrero” (2000). El título de su nueva película es indicativo de su contenido; la idea de reclusión le ha servido para destripar la novela con la que Francisco Pérez Gandul ganó el premio “Memorial Silverio Cañada” (2005) de novela negra en la Semana de Gijón. Este género literario y el cine siempre se han llevado bien. El director de “Celda 211” ha sabido enfrentarse a la tarea de combinar humor con acción dramática. |
El espacio de “Celda 211” enseña una realidad de apestados sociales que no merecen ni un ápice de nuestra consideración humana. Un muestrario de crueldad individual donde las cuentas se salan con estiletes.
No estamos ante una obra claustrofóbica, a pesar del espacio cerrado que precinta a la película. La desconfianza que se respira dentro de esas paredes monolíticas, y alejadas del mundo civilizado, es tangible. El nuevo inquilino de una celda es objeto de hostilidad y burla. Los personajes dirigidos por Daniel Monzón sostienen un cruce de navajas entre sí. Su película narra dos tragedias paralelas que se ven condenadas a sobrevivir en un mundo que no es el que han deseado disfrutar. El universo de la cárcel refleja la sociedad que lo genera.
La corrupción y la esperanza son el padre nuestro de “Celda 211”: es la crónica de un mundo que, desde su legalidad, sigue viviendo al margen de la ley. |
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La cámara se aleja del sujeto en los espacios abiertos y trata al grupo como un solo elemento cohexionado y disperso. Se encuentra unido gracias al poder del individuo (Malamadre) ante la prepotencia de los poderes policiales. Les come la sed de justicia y les mata la impotencia de su condición. |
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Los pequeños papeles, esos que llaman secundarios, ejecutan una labor sobresaliente en “Celda 211”.
Sólo el pequeño pude convertirse en grande, como ocurre con Marta Etura (Elena), una mujer cargada de sensibilidad y dramatismo. Ojo a su aparición: mínima pero central. Belleza, optimismo, dulzura e intuición. Inolvidable la gran interpretación de Luis Zahera, Releches, sidoso condenado al ostracismo social, otro secundario que aúpa la figura de Malamadre. |
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Al decir Luis Tosar (Malamadre) nos referimos a “Celda 211” como un todo; es quien lleva el peso de la película. La actuación del actor lucense engulle las entrañas de una cinta ligera e incómoda desde la humildad del cine bien confeccionado. Es cine español con proyección internacional. Su interpretación destapa a un animal feroz y humano; un actor sólido y versátil, de peso. Malamadre no tiene amigos ni enemigos, sólo moscas revoloteando a su alrededor entre el respeto y el temor. Su físico está diseñado para una interpretación desafiante. La delicadeza del frágil violinista que aparece como secundario en “Los Límites del Control” (2009), da paso a su ronca presencia en “Celda 211”. Podría hacerse pasar por macarra vallecano, aprendiz de skinhead o Bruce Willis con piel de toro.
Es un tipo para quien el mundo ha dejado de girar, si alguien respira es gracias a su consentimiento. La potencia visual de Tosar se hace bonachona frente a la inteligencia defensiva de Alberto Ammann (Juan Oliver). Malamadre y Juan comparten el mismo entorno, aunque abordado desde distintos ángulos: son vidas paralelas obligadas a aceptar su convivencia, cuya desconfianza va generando una profunda amistad. |
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Malamadre se presenta como un matón de cárcel, inteligente e inocente, que ha conseguido fabricar un mundo caótico para el orden policial. Le rodean tópicos del cine carcelario. La mano dura de Antonio Resines (Utrilla) no convence; su hostilidad poco realista patalea un forzado “yo no he sido, fue él”. La dictadura del poder carcelario ha encontrado en él su sucia representación: traicionero, ponzoñoso, sádico y cagueta. La estampa del policía que debería de ser castrado.
Manuel Morón (Almansa), de acorde con su personaje, es presa de una pedantería fría y mirada sosa, de niño pijo.
Acaso por exigencias el guión, su vocalización seca le atrapa en diálogos de monotonía folletinesca; recordando épocas pasadas de dudoso pluralismo político. |
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Muy pocas personas se pueden permitir el lujo de ir por libre por la vida; todos pagamos un precio por nuestra rebeldía. “Celda 211” es una película de situación que pone el dedo en la llaga.
El libro de Francisco Pérez Gandul indaga en un mundo apátrida, condenado a desarrollarse dentro de territorio hostil. El poder se remueve con gusto sobre sus excrementos. La celda es un deshecho colectivo que apesta a orfandad, espermatozoides ahogados en el semen de la masturbación mental. Malamadre es el residuo carcelario que más desea vivir. |
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La cárcel se ha convertido en un crisol de nacionalidades con distintos códigos de honor.
La película de Daniel Monzón habla de un mundo alienante, envuelto en violencia física y moral, donde manda la venganza fálica de la porra.
Tosar representa la tensión emocional: “esta vez los tenemos cogidos por los güevos”. |
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