Aunque el inicio dibuja el cuento típico de chica cañón, emporrado legañoso y estudiante aplicado que no cesará en desplegar sus encantos físicos, los tiros van por otra dirección. Una ventaja que pone las pilas para encender la bombilla de la atención inicial pero que, lentamente, se apaga en un desarrollo farragoso y oscuro. Sólo la aparición de un sótano y un diario siniestros respeta los patrones de la sospecha. Este surgimiento, lejos de avivar la llama del misterio, acrecienta la deficiencia imaginativa de una naturaleza destructiva que no sabe mantener el tipo. El comienzo promete gracias a personajes convertidos en vigilantes al estilo de Gran Hermano. Los concursantes aparecen en una cabaña perdida donde la madeja se teje a través de cámaras ocultas que observan cómo sus vidas corren peligro. Se convierten en títeres de quienes manejan este parque temático mientras se juega con las emociones de manera exagerada. El ensayo pérfido las manipula a través de estímulos químicos u hordas de muertos vivientes. El terror se vuelve arcaico. El aire
gore adentra a las víctimas humanas en el pánico de manera diferente para escoger una supervivencia de plastilina. Las decapitaciones y una crueldad sucia despiertan al fantasma de
La matanza de Texas con la fuerza de una atracción jurásica. Los amantes del género espeluznante sentirán agradecimiento su entre referencias a
Hellraiser,
Viernes 13 o
Halloween. El humor aspirante a macabro pretende ser una crítica a los programas televisivos que manipulan las audiencias a través de contenidos morbosos que hacen maquinar un final sangriento. La presencia de
Sigourney Weaver es un reclamo estelar malvado en intenciones y gestos. Es un recuerdo a la iconografía cinematográfica salpicada de nostalgia dentro de una estructura endeble que prioriza a los amantes del voyerismo sin erótica.