La tolerancia generacional es incompatible con la convivencia si no existe un mínimo grado de aperturismo en las personas que han de soportarse. El entendimiento entre quien su vida es experiencia y quien está dispuesto a comerse el mundo peca de intransigencia (a veces, mutua). Son dos espacios que reflejan aspiraciones y miedos distintos. La juventud sufre de ascenso imparable, la senectud se ha apoltronado en el estatismo cómodo, en ocasiones tiránico, de observar cómo pasa el tiempo. La persona forma parte del silencio que imprime este camino. La convivencia entre el gruñir de una sesentona y el nervio de un jovenzuelo les abrirá un mar de experiencias y descubrimientos con la ligereza cómica de escenas cotidianas.
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El aire cosmopolita que se respira en el barrio barcelonés de Gràcia es el hogar de David (Oriol Pla). “Any de Gràcia” es una comedia de decisiones; lo común se cubre de particular. La problemática social que vive la juventud actual (trabajo, vivienda) no queda aparte; siendo David un afectado más de esta precariedad. Él decide romper con lo cotidiano: un futuro que se presentaba varado; lanzándose a la urbe catalana en una aventura vitalista. La responsabilidad social que tiene con Gràcia (Rosa María Sardá) es una catapulta para lanzarlo a la fama artística que codicia, rebosante de espíritu autodidacta. Quiere comerse el mundo, ¿aguantará el embate de Gràcia? Es sociable, alegre, rebelde y en “Any de Gràcia” aprenderá a cultivar el carácter compresivo que no ha despertado en su corazón. Junto a Pere (Santi Millán), sin abandonar su naturalidad pueblerina, y la propia Gràcia, descubre el color nocturno de la ciudad y la capacidad transformadora de una mujer que se olvidó de vivir por convencionalismo social: la viudedad. Cuidador y cuidada sufren un constante encontronazo como en un partido de tenis. Se desarrolla un torneo en el que ella no está dispuesta a dar su brazo a torcer mientras que David agudiza la picardía para encontrar los puntos vulnerables del otro. |