Si hubiera que definir de manera rápida la película
Revenge, la palabra inverosímil es la más acertada. Alargando el esfuerzo por sacar alguna conclusión limpia, nos quedaríamos con la pureza de una fotografía sobresaliente en formato de vídeo musical gore que no escapa a la paranoia del peor cine buscando la marca de autor. Si tuviéramos que articular un frase que ilustrara este conjunto repulsivo de vísceras sangrientas, diríamos estar ante una ópera prima sin pies ni cabeza cubierta por litros de sangre con textura de ketchup.
El primer plano ingenioso anticipa un aventura que promete misterio para desvanecerse en la inmensidad de un paraje tan inhóspito como el guión. La llegada a este lugar, sólo al alcance de unos pocos, convierte lo paradisíaco en tormento para los protagonistas masculinos y, peor aún, para quien que no se deja engañar por directores con mente retorcida. El rincón invita a la relajación, se convierte en nirvana del amante adúltero junto a una mujer-objeto que busca la provocación menos sensual. Coralie Fargeat, mujer por partida doble en su papel de directora y guionista, es una embajadora de las conejitas de
Hugh Heffner. Ni la joven francesa es aprendiz de
Tarantino ni su protagonista Tom Raider;
Revenge se apellida bodrio experimental.