Jim Jarmush ha acostumbrado mal al cinéfilo. Lo ha venido haciendo con asiduidad poética desde
Los límites del control hasta
Paterson, convertidos en títulos que enamoraron con su poesía; se adentró en el documental musicado con la destreza agitadora de
Gimme Danger y sucumbió ante el surrealismo creativo que aunó la magia tangerina con la bohemia de una atmósfera vampírica. Con estas credenciales, la apuesta nueva del director norteamericano dinamita los convencionalismos, como tiene por norma, para adentrarse con heroicidad parsimoniosa en el terreno abrupto que disfruta con la recreación del mundo zombi.
El humor pretendido se distancia de la sutileza. Las dobles lecturas las encuentra quien necesita alimentar el universo Jarmush con una justificación que no hunda su película más reciente en el olvido. Es un disparate rodado con cámara lenta intencionada. Los muertos no mueren, matan... de risa. El golpe de actualidad con referencias al cambio climático y la
fractura hidráulica como causas de la catástrofe mundial se queda en titular de telediario con sabor a
donut y café negro en un juego de interpretación racista. Esta maniobra interpretativa de las palabras con lectura segregacionista es otro truco aprovechado en forma de comedia forzada.