El prólogo parisino propone un arrimo que termina por cansar a base de sustos con inhabilidad imaginativa. El relato posterior al percance desata premoniciones conocidas, angustias incontroladas, sobresaltos que el papel de
Almudena Amor tiene que creerse para dar el tipo y que Vera Valdez, metida en el papel de abuela maldita, sabe explotar. El encuentro del cariño con arrebatos de maldad
mecánica desespera sin conmover. La artificiosidad alcanza un clima de falsedad.
La vida es un reloj de arena que se vacía lentamente sin posibilidad de voltearlo para que la ampolleta vuelva a contar los segundos en caída libre. El instante afecta de distinta manera a una mujer con demasiado kilometraje y una juventud convertida en cuidadora imprevista. La sintonía entre envejecimiento y soledad es auténtica; lo que viene a continuación, un edulcorante para desengrasar el motor de un drama terrorífico vacío y fallido. El amasijo de piélagos guerreros con resortes fantásticos y comunicativos actúa como cable conductor de una resistencia que se niega a abandonar el cuerpo.