Como todos tenemos derecho a meter la pata para superarnos en el trabajo posterior, nada se le puede reprochar a Álex de la Iglesia en
Veneciafrenia. Nada que no se extienda más allá de la locura barroca con guiño operísticos y mucho acento carnavalesco. Lo nuevo del director bilbaíno parece bienintencionado; se lanza al vacío de un caos abocado al fiasco, con sello
de la Iglesia, a no ser que el espectador se sienta seguidor incondicional del cineasta vasco y sus paranoias. Las andanzas farragosas están cubiertas de rojo, más carmín que sangriento, desde un inicio simple que se enreda con facilidad borracha. Los excursionistas españoles aparecen como un guiñol del
hooligan británico, se pierden en las entrañas de una Venecia inundada por el visitante macarra que ha sustituido la tortilla de patata por los condones y las máscaras de arlequín y polichinela. Estos amantes de la juerga sintonizan con el ocio calamocano en una concepción trivial de Venecia. Su gramática vomitiva y de mal gusto, llena de tópicos peninsulares, es una embajadora nefasta de la juventud española que, sin necesidad de un
Erasmus, se lanza a disfrutar Europa. La aparición de unos viajeros norteamericanos como recurso ambiental, ¿querrá internacionalizar esta semificción o salvar la simpleza del turista español, presentando al yanqui como exponente del analfabetismo cultural? Ya se sabe que con Álex todo es posible.