El título nuevo de Roland Emmerich, igual que su contenido, detestan la originalidad. Las sospechas que sustentan este razonamiento se ceban sobre un contenido adocenado que hace pensar en otra película de espías, al estilo
James Bond, ahora cósmico. La duda asociativa recuerda también al ídolo del pop,
Michael Jackson, ejecutando su paso más famoso, el
moonwalk. La heroicidad humana quiere salvar la Tierra entre amenazas calamitosas, se propulsa con la fuerza de la memez, repetida mil veces, sin que sorprenda. Las primeras vibraciones son negativas ante un largometraje que se antoja de otros mundos y, a la vez, involucra al planeta azul en cataclismos esquivados gracias a un arrojo de épica sideral. El momento se vive como prolongación hacia el epílogo esperado mientras los protagonistas, mediocres, se convierten en rescatadores orbitales. El colapso que Emmerich fabrica avecina el exterminio sin necesidad de conspiraciones. Los segundos cargados de adrenalina forman la tragedia que necesita más destrucción para no desaparecer. La vida reside en la supervivencia de novela barata, embellecida por los efectos especiales. La historia conocida con hartura se apunta a la hecatombe con injertos de sentimentalismo familiar. El desenlace jurásico no sorprende. La noticia del incidente venidero es un secreto mantenido en círculos gubernamentales que termina expandiéndose como un virus pandémico. Este secretismo no puede mantenerse callado ante el pánico ciudadano que filtraciones supuestas lo hacen noticia. El argumento forzado facilita una difusión informativa con sabor a
WikiLeaks chapucera. La humanidad al borde de la destrucción es marca de la casa Roland Emmerich. Las probabilidades remotas alcanzan el grado de hecho irrefutable que el director alemán trata con infantilismo transformado en genero de autor.