Una anécdota en el Teatro La Scala de Milán en 2006 cuenta los silbidos que salieron de el
Loggione, la zona de los aficionados más críticos del auditorio, durante la representación de Aida por el tenor
Roberto Alagna. El protagonista de
Maestro(s) invita al público a hacer lo mismo ante su presencia, quizás para curarse en salud haciendo un chiste fácil en la recogida de un premio en su honor, donde se quiere parecer natural pero muchas veces se cae en las garras del corsé presencial. Así comienza una película que mezcla música y éxito en la figura de Denis Dumar, un personaje marcado por el enfrentamiento con su padre. La melodía está presente en la vida del hombre que saborea la cumbre del éxito profesional mientras el goce de esas mieles descubren un interior debatiéndose en la lucha paternofilial que atenaza su vida (y acaso limite su creatividad). Denis y François Dumar se han distanciado con el tiempo a la vez que los lazos familiares se mantuvieron por convencionalismo. ¿O fue el destino biológico lo que solidificó esa unidad tambaleante? Poco más tiene de reflexión un largometraje ligero y cómodo, para todos los públicos, suficiente. El orgullo de hijo y padre es culpable de un malentendido propiciado por terceras partes que ni uno aclara ni el otro acepta cuando su origen se explica. Malentendido que mezcla las ilusiones del progenitor al ver cumplido su sueño de dirigir en
La Scala milanesa con ese ocultamiento manipulado por el orgullo y el miedo, haciendo del error inconsciente un alud demoledor. El equívoco provoca un enredo destinado a tensar el desenlace, que se barrunta previsible, dirigido por la rivalidad profesional. La consagración al trabajo de un padre/marido hecho a sí mismo cultivó la pérdida de lazos afectivos que ahora pasa factura. La inacción es interpretada como puñalada por la espalda, el odio se convierte en emblema de la enemistad hogareña. El argumento casero se disfruta sin grandes planteamientos.