El ingenio es una cualidad tan brillante como peligrosa que puede convertir una idea en extraordinaria o el desencadenante de una locura acelerada. Wes Anderson la utiliza para edificar mundos que no pasan inadvertidos. El escenario desértico en donde explaya su creación más reciente se llama
Chinchón, lugar impensable gracias a los recursos estéticos empleados. No busca el exhibicionismo de pistas geográficas para debatir sobre las localizaciones de una película plana e impecable. El entorno se llama vacío, la nada, el aislacionismo del ruido urbano. Con ello se consigue un retroceso en el tiempo. Los tumbos del guion se maquillan con la purpurina de una fotografía que eclipsa la frescura narrativa. Los minutos se detienen en la época
Eisenhower, marcada por los
ensayos nucleares en desiertos olvidados. La importancia manierista del contexto tiene mucho que ver con la idea a trasmitir y la manera de hacerlo. La imaginación del espectador se deja cautivar por el universo que Anderson maquina en su mente de fabulador privilegiado. Un magnetismo insensible atrapa como otra invasión de marcianos donde la figura del alienígena focaliza la atracción como anécdota escrita en mayúsculas, forma parte de este decorado cremoso, tan minimalista como abandonado. No se trata de la invasión que aterriza en la Tierra en
Mars Attacks! sino del bicho que mira a los terrícolas como lo que somos: un grano de arena en la inmensidad del cosmos.
Asteroyd City es eso: un pedazo de arena convertida en vitalismo teatral y cinematográfico.