La sencillez es la compañera ideal para que una película triunfe sin cuestionamientos. El cine mudo supo aprovechar esta cualidad con inteligencia irrepetible. Quizás sea porque la imagen, acompañada de la mímica, era su única arma para cautivar al público. El cine mudo mantuvo la sencillez del movimiento, la conversión de la gesto en argumento sin palabras. Así ha quedado para siempre. La cumbre de esta representación se llama Charles Chaplin: desde el actor hasta el director, desde su labor como cortometrajista hasta la incursión en el largometraje con
El chico. Los actores y directores posteriores han bebido de su inspiración y genialidad.
Harold Lloyd o
Buster Keaton le estaban comiendo terreno. Su estreno en la dirección de un largo que le llevó cinco años de trabajo descubrió un talento novedoso capaz de conectar comedia y drama. La carga social se alternó con la situaciones jocosas y la importancia de la vestimenta a la hora de recordar un nombre y actitud.
Chaplin, que ya no es sólo
Charlot, se adelanta al momento concediendo a la mujer un protagonismo inexistente. La figura interpretada por
Edna Purviance simboliza la angustia personal que repercute en la sociedad. En 1921, hablar de una madre soltera no era agradable para el entorno ajeno al reformismo humano y sexual. La decisión de traer un bebé al mundo sin la compañía de un hombre le obliga a posicionarse en una situación poco convencional e incómoda. La imposibilidad de darle un futuro, de mantener una crianza, encuentra en el abandono del recién nacido el núcleo de una proyección que compatibiliza dolor y amor. Esta actitud desesperada no tiene nada que ver con el realizado por los ladrones que encuentran a la criatura para desembarazarse de ella a punta de pistola: ronda de mano en mano como un pieza sin dueño, vulnerable a la decisión de los demás. Charles Chaplin lanza la primera crítica a tenerse en cuenta: cómo el hombre no duda en deshacerse del ser más delicado. El calvario femenino acentúa la carga moral como inserto gráfico representativo del peso religioso: el viacrucis.
El dilema ético es suavizado por la figura del vagabundo convertido en príncipe del suburbio. La coincidencia le atribuye rango de salvador. El despiste no sopesa el calibre del hallazgo, un niño. El encuentro explota lo cómico al interpretar el descubrimiento como un olvido que no es de su pertenencia. Y como tal intenta colocarlo a quien se acerca más al perfil maternal. El fracaso de esta intención suelda un acercamiento que ha modificado su vida solitaria. El bloqueo adulto se rompen con el tiempo. El horror de la desatención deriva en el fortalecimiento del vínculo entre padre e hijo.