La propuesta moderna que se esperaba encontrar en Pulse recibió al público con un ambiente discotequero que, sonoramente, trasportó a los años 80 del vinilo. La entrada de unos privilegiados por una escalera fantasma deparaba sorpresa. En la cola, la expectación subía la temperatura ante la espera paciente de una audiencia interrogante. De vez en cuando, las puertas abrían una atmósfera circense para mantener la expectación. En el interior, el escenario se ha convertido en una discoteca con balconada repleta de aroma industrial y cercano que observa los ritmos hiphop como parte del engranaje que mueve este espectáculo. Abajo, un bailarín calienta el suelo con movimientos dislocados, robóticos, ausentes de convencionalismos gimnásticos pero llenos de elasticidad. Parecía una marioneta dirigida por manos invisibles cargadas de nervio.
El sonido se convirtió en la invasión de un ultra cuerpo pacífico que declaró la guerra abierta al estatismo, una invasión terapéutica invitando a seguir su paso. El poder terapéutico de la danza invocó la desinhibición del público a través de su fisicidad armónica. La música movió la complexión de animales saltarines, plásticos, imparables. Los acordes urbanos estuvieron dirigidos por Lucas, un pinchadiscos cuyo atuendo alimentó una nostalgia por las fiestas en Stone's donde el hiphop encontró su templo durante los años 80 y 90 del siglo XX. No paraba de ofrecer canciones que subían el reto para el bailarín profesional y los movimientos improvisados del público. Invitaban a que el público hiciera ruido en una casa particular, siguiendo la norma del mundo rapero: ¡make noise in da house!
La participación sobre el proscenio culminó con una batalla de gallos escénica simulando los retos raperos con esta acústica colaborativa, donde lo importante era jugar.
Lo inesperado de este trabajo sonoro-corporal despertó el poder liberador y congregante de la polifonía, básico para la relación social. Aquello que se transmitía desde el corazón de los artistas fue comunicación, sociología del ocio; pasarlo bien como máxima aceptada por todos y alcanzada por un acuerdo sin necesidad de negociación.
La sonoridad urbana, dura, se mezclaban con otros del Magreb, étnicos, de calidez y atractivo resultones. Los movimientos llamaban a romper estereotipos de género. Se respiraba un romanticismo de discoteca que muchos hemos saboreado a través del flirteo que las caricias y el acercamiento bailarín proporcionaron, marcado por cadencias hiphoperas.
Algunas acrobacias se acercaban al parkour ejecutado por las butacas del teatro ante la sorpresa de quien asistía a la escapatoria pacífica de un parque zoológico. Poco a poco, la sincronía del hiphop tomó carrerilla hasta materializarse como fiesta delirante. Dicho formato alcanzó los 130 bpm junto a algo de house ante el seguimiento imparable de los congregados que no bajaron el listón. Fue un festín de libertad presentado como reto para estos acróbatas de la música. El gran triunfo de un trabajo que supera el experimento se transformó en logro empático y sonoro. El espectáculo dejó ganas de más en un desgaste adrenalítico y muscular. Pulse es un desafío a la gravedad y la contorsión corporales. Enérgico.