Los gobernantes tiranos no dejan de ejercer su dictadura ni el día de su muerte: la del terror. Las naciones del primer mundo, aquellas que mantienen enderezado un eje de civilizaciones borracho se muestran cautas cuando conocen semejante noticia. La muerte de un dictador estremece ensangrentada. Le ha tocado el turno a Gadafi, un incordio egocéntrico que ha jugado a su antojo hasta morir, pasto de la ira popular. Su óbito es devorado con ansia en las plataformas librepensantes del aperturismo digital. Gadafi ha encontrado una muerte viva en los teléfonos móviles de sus enemigos libios y el resto del mundo le ha canonizado en el altar del interés morboso por verle muerto. |
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El desierto libio ha sido su tumba, el desierto libio escuchó sus primeros gruñidos, parte del desierto libio llora su desaparición; la Libia levantada en armas festeja con adrenalina epiléptica su sangre derramada en la arena. La OTAN, Estados Unidos y Europa guardan silencio. Los blogueros, apartados de estos filtros institucionales, se convierten en portavoces de la historia, impulsando el siroco del Sahara libio (Ghibli) hacia Occidente en son de paz. La momia del rey Idris I sale de su tumba como un zombi cinematográfico. ¡Gadafi ha muerto!, ¡viva Gadafi! Atrás quedan cuarenta y dos años de patrimonio criminal, barbaridades cometidas impunemente, besos con potencias europeas en el cuarto oscuro de la inmoralidad política legal. El oro negro que mana de su desierto ha pesado demasiado como para llamarle asesino a la cara y sentarlo ante el Tribunal de La Haya. El mismo Gadafi que yace desértico gobernó en jaimas cortesanas un país sitiado por la asfixia social; visitó España en su estoica fortaleza, alimentado por dátiles y leche de cabra, impermeable a la crítica internacional. Muamar el Gadafi intentó renacer en Sirte el comienzo de un peregrinaje entre arenas y exilios palaciegos bajo la legislación internacional. Las acusaciones ya no pueden perseguirle. ¿Se seguirá riendo del mundo custodiando el jahannam? Quienes le persiguieron hasta el último aliento gozan de su muerte tras lapidarlo entre sus pecados; ortos enmudecen tristes porque se salió con la suya: alcanzar la muerte bajo la ley islámica.
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No es tiempo de colgarse galones ni de pormenorizar en la metodología de su caza y ajusticiamiento. Es hora de enfrentarse al terror del futuro incierto. Libia, bocado apetitoso desde Rommel, queda libre y sin dueño. La dinastía Gadafi está tocada, su pistola de oro formará parte del horror museístico que fomenta la raza humana. Sus cárceles no morirán, las habitarán otros presos legales. La tristeza me invade por la muerte de Gadafi; se ha ido inocente. La Justicia no le ha juzgado aunque sus enemigos le hayan castigado; la Justicia ha sido incapaz de sentarlo ante el banquillo de la vergüenza internacional; se ha librado de cumplir una penitencia digna de su crueldad. |
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