El 4 de julio de 2023 será una fecha que nunca olvidaremos en España. El final de las mascarillas se celebró con un lanzamiento al aire del engorroso tapabocas que nos estaba haciendo la vida imposible. Los negacionistas no dejaron de echar leña la fuego frente al ciudadano desconcertado que creía en la lentitud obligada de los avances científicos, justificada por el enfrentamiento a algo desconocido. Entonces pensamos que una convivencia forzada dejaría de coartar nuestra libertad emocional, que ya podríamos besarnos en la calle o que el elixir de la risa formaría parte de los fluidos corporales a los que estamos acostumbrados. Algunos se vacunaron contra el coronavirus, otros lo rechazaron y todos participamos del terror que supuso su aparición. El hermano secreto de la gripe se minimizó con la llegada de vacunas tan aceptadas como cuestionadas. El negocio tampoco permaneció ajeno al aterrizaje de este acontecimiento convertido en espectro de 1918. Aquello que pensamos superado ha vuelto, cumpliendo la máxima informativa tan repetida en su momento de que ‹‹el coronavirus ha venido para quedarse››. Unos la creyeron, otros no. La COVID-19 llegó con un pan bajo el brazo llamado coronavirus persistente.
Todavía hoy no nos hemos acostumbrado a su presencia, quizás porque aún le tenemos miedo. Es un pánico infantil que sólo entiende de alarmismo y no de medias para frenarlo. Nos gusta vivir en el susto que espera al coco mientras somos incapaces de mirarlo a los ojos. Preferimos el rostro destapado de Curro Jiménez al blindaje que nos ha salvado el pellejo, aunque a algunos les provoque arrugas reconocerlo. ¡Es tan fácil culpar de los males pandémicos a una epidemia que pensábamos extinta!
Quien se haya enemistado con la mascarilla no conoce el valor de su amistad. La responsabilidad ciudadana impone su presencia durante climatologías revueltas, cuando hasta el frío está asustado porque la emergencia climática le ha vuelto relocho. Era de esperar que las celebraciones masivas en tiempos de incertidumbre meteorológica terminaran convirtiéndose en incubadoras de contagios por coronavirus. Según el portal Statista, en 2018 la mortalidad por gripe A experimentó un repunte hasta alcanzar las 1.825 muertes humanas en España. La OMS cifra en 650.000 defunciones por enfermedades respiratorias relacionadas con la gripe estacional a nivel mundial. Nadie se inmuta(¿ba?). Ahora, la cantidad de enfermos por coronavirus está colapsando la Sanidad española. La emergencia nacional llama a nuestra puerta entre patanería política e ineficacia burocrática que carga las tintas sobre los médicos. Los afectados por problemas respiratorios se agravan entre la población anciana, foco de naturaleza vulnerable y poco atendida. La campaña que el ministerio de Asuntos Sociales (encabezado por Matilde Fernández) y el de Sanidad (con Julián García Vargas al frente) apoyaron para combatir el SIDA funcionó con un Póntelo, Pónselo que muchos aplaudimos. Por su lado, Javier Solana, ministro de Educación, expresó su negativa a introducirla en las aulas. Ahora, sucede lo mismo con las mascarillas convertidas en profiláctico facial. Quien no se aplica la medida es porque no se ha dado cuenta de que el beso del coronavirus es una agresión no consentida que afecta a todos. |
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