Nos gusta recordar con fechas convertidas en fetiche los acontecimientos que nos han marcado dentro del calendario de una nuestra memoria evanescente. El 11 de enero de 2024 se cumplen tres años del primer muerto por COVID-19 en Wuhan. Nadie, o muy pocos, recuerdan su nombre. Sólo importa lo que representa sin interesar quién era, cómo vivía, a qué se dedicaba o por qué le toco representar un papel tan vilipendiado, marcado una casualidad maldita. Alejados del desconcierto inicial que no rechazó el componente racista, pensamos la suerte que tuvimos al no ser los primeros cuando aterrizó en España. La calidad primeriza es la referencia que marca la remembranza del suceso marcado por el catastrofismo perenne. El virus que no se ha detenido ni ha claudicado en su intentona legítima de matar personas. Ahora lo asimilamos como un enfermedad más cuando lo entendimos como una peste. Ya no nos da miedo fundamentado en el desconocimiento pero debería imponernos respeto. Los avances médicos, vulnerables a la guerra de las vacunas, han permitido combatirlo con mayor efectividad. La lucha entre nombres como Pfizer, Moderna o la española Hipra era el clavo ardiendo al que nos podíamos agarrar.
El primer muerto en Wuhan a causa de esta pandemia ahora es un fantasma. Su aparición nos cambió la vida, no ha conseguido educar nuestra terquedad ante la prevención como única herramienta para combatir daños conocidos. Los fallecimientos por coronavirus se han convertido en un fenómeno que aumenta con las temporadas como una ola más cercana a las mareas que a Rocío Jurado. Poca gente recuerda quién fue Li Wenliang pero todos tenemos presente la letalidad de un virus ante el que este médico chino alertó. Sólo si un contagio, del que nadie está inmune, te hace la vida menos soportable nos cagaremos en sus muertos y nunca recordaremos su nombre. El pasado alberga fantasmas que, a veces, no queremos recordar por miedo a revivir historias traumáticas que mantenemos vivas en su letargo. |
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