La trama exorcista en la gran pantalla enlaza, por atracción fatal, con
William Friedkin. Su
película maldita abrió la puerta a lo desconocido, hizo que un mundo siniestro se convirtiera en accesible para la mayoría. Otras producciones han seguido su estela con la misma intención y un éxito no tan aceptable. La materia no es fácil de tratar. La seriedad del asunto ha sido parodiada con chistes visuales de espectros girando cabezas trescientos setenta grados o vomitando viscosidades verdes al estilo de
Scary Movie 2.
13 exorcismos aborda un contenido serio sin parafernalia efectista. Este es el gran aporte de un largometraje que ha sabido sortear el hoyo de la vulgaridad para alcanzar un grado de calidad reseñable en técnica y literatura dentro de un género complicado como el
cine de terror.
Existen maneras distintas de dominio, algunas más normalizadas que otras. Este estado catatónico va desde la posesión ultracreyente hasta el radicalismo aferrado a accidentes caseros acontecidos hace tiempo. Las creencias religiosas extremistas actúan como tabla de salvación irreemplazable mientras disgregan una convivencia. Si no se honra a sus divinidades con dolor y arrepentimiento, olvidar es pecado. La fe, instalada en la tristeza, se convierte en paranoia dirigida por el miedo al castigo de sombras sagradas. Este es el espanto que
13 exorcismos despierta.
Los rezos son la única manera de alejar al maligno del
enfermo. Su conjunción es una red que atrapa con el ambiente sórdido creado dentro de una familia poseída por fuerzas desestabilizadoras. Los recuerdos acechan a una madre atrapada en el pasado doméstico desdichado. La creencia de que la tragedia se combate con el temor al castigo divino mata la vida.