El vuelo por un paisaje nevado que abre la incógnita sobre un fondo blanco simula un juego en 3D de realización casera. Voces de otra galaxia recuerdan la presencia de Predator dispuesto a aterrizar en la tierra. La peripecia artificiosa prosigue cuando un cóndor con aspecto mecánico invade la pantalla junto a un colibrí ágil y moscón. Así comienza un mundo animado que basa su atractivo en la
cultura Nazca sin que se descubra algo interesante de ella. La utilización de un escenario pedagógico como telón de fondo es una cortina de humo. Investigando en el nombre del director, Eduardo Schuldt,
Una aventura gigante evoca a su producción anterior:
Condorito: la película. El seguimiento de huellas culturales da vida a los
geoglifos de origen precolombino en Perú que siguen siendo un enigma. Los protagonistas infantiles, Sophie y Sebastian, unidos por un secundario recurrente, el munñeco Wawa, tienen algo en común: la presencia y ausencia familiares. Los cuatro guardianes del
Hanan Pacha, la tierra de los Dioses se suman al elenco capitaneado por la invisibilidad de
Supay. Los gigantes de Nazca son mecanos movidos por ordenador. Los episodios que quieren impresionar, el paso de la tragedia a lo cotidiano y los escenarios despoblados definen a personajes que buscan cercanía a través de movimientos robóticos como piezas de un ajedrez revuelto. La locución plana y aburrida no ayuda a salvar una historia que quiere convertirse en odisea. Si cada vez que observamos las líneas de Nazca no preguntamos ¿por qué son tan grandes?, entre su sombra descubrimos la nimiedad de
Una aventura gigante. La muerte potencia el recuerdo de la madre mientras el alejamiento que Sophie, una chica adolescente, experimenta sobre la presencia paterna se afirma. Quizás sea esta reflexión lo más interesante de una película insulsa con piel de niño.