Los guiones sobre exorcismos están poseídos por sustos monótonos que hacen de la maldición demoníaca un recurso repetitivo. El sacerdote Gabriel Amorth, fundador de la
Asociación Internacional de Exorcistas, se vende como nexo entre el cielo y la tierra, el bien y el mal. La historia lo ha elevado a curandero del espíritu atrapado por influencias místicas que terminan dando dolor de cabeza. Russell Crowe, artista venido a menos desde hace varias entregas, ha sido el elegido para revivir a la celebridad religiosa en su trabajo sanador. El parecido físico entre Amorth y el actor neozelandés merece el elogio para un equipo de
casting que ha roto los moldes de la caracterización fiable. El divertimento está asegurado al escucharle en un italiano sin deje anglófono mientras que su imagen de cura especializado en arrepticios espanta las cosas bien hechas. La resurrección de Gabriel Amorth no es un acto de buena fe. El terror despertado, faceta que puede resultar deliciosa si se sabe dirigir, serpentea gracias a una perversión espasmódica amante de la teatralidad. El trabajo de este espadachín benefactor consiste en aliviar a la Iglesia de un problema cincelado en su carne. Su estampa avala un enfrentamiento titánico que no concede tregua a un enemigo bien conocido ya que la participación en más de 100.000 exorcismos dan entidad a su currículo.
La relación entre Amorth y Crowe que debería unir al personaje con el intérprete queda como otro enigma espiritual sin resolver, marcado por el misterio divino: la funcionalidad de una presencia confitada. Russell Crowe tiene que aprender de
José Sacristán como clérigo entregado a la salvación en
13 exorcismos.
El exorcista del papa ignora la parte dura del sacerdote italiano al presentarlo como una recreación de la caricatura redentora con cuerpo de
gladiador fondón. El sucesor del presbítero
Cándido Amantini culpaba al diablo de males como la pornografía, la drogadicción y el secularismo. Esta característica aquí ha sido eliminada. ¿Censurada? El director Julius Avery le ha convertido en un cruzado bonachón.