Cuando alguien cae, puede volver a levantarse porque tiene las fuerzas suficientes para sobreponerse al tropiezo o porque cuenta con el apoyo del tiempo. Roman Polanski, a estas alturas de su carrera, volviendo de todo, no tiene que demostrar nada. No se le puede perdonar que haga del exceso una obra que debamos alabar, plegados a su talento cinematográfico innegable. El director parisino, en su mocedad profesional, se presentó ante
Krzysztof Zanussi para recoger algunos consejos como alumno prometedor. Llevaba bajo el brazo el guion de
Piratas. El maestro polaco se limitó a ojear las páginas detalladamente, en silencio. A continuación, comenzó a tachar frases sobrantes hasta desplumar el cuerpo de un gallo que se quedó en gallina flácida. El largometraje
The Palace debería correr la misma suerte que la purga anterior, redactado en momentos de inspiración etílica que le han podido recordar sus estancias vacacionales en el hotel Gstaad Palace (como dice en algunas entrevistas). La intención de su escritura no ajusta cuentas con el mundo burgués ni lo caricaturiza, ¿se querrá reír de la persecución social que su figura controvertida se ha ganado? Esta carnavalada con traje de tontería ¿no pretenderá que la crítica y audiencia ensalcen su firma? La ordinariez es lo que mejor la define. La exageración del ritual social salida de un estrato podrido de dinero no sorprende. Polanski pone en cada personaje lo peor de la imaginación artística, el mal gusto interpretativo que, unido a una dirección de actores dejada al libre expresividad, convierten a
The Palace en la mazmorra de la basura putrefacta con pedigrí, tan rancia como vomitiva: la flor y nata de la zafiedad. Demasiados adjetivos para resumir una película de definición corta, obsoleta según pasan las escenas, neurótica en su memez. No es tan pánfila cuando hace despertar al doctor Jeckyl y Mister Hyde que llevamos dentro. Un
‹no me ha gustado› sin concesiones susurra a los caballos
‹pero, hombre, hay que reírse. Ríete› mientras la burla de
Roman Polanski nos escupe vengativo danzad, danzad, malditos. El consciente del pensamiento crítico acabará esta reflexión con una grosería como auxilio ante la voz perdida por la decepción. Gracia, ninguna; mal gusto, hasta más allá del infinito. La presencia del director sentado en su olimpo se percibe al crear un producto tan escatológico, donde el eructo funciona como banda sonora.