El mundo del arte y sus trapicheos tienen mucho para escarbar. La codicia que mueve el hallazgo de una pieza dada por muerta es el esqueleto de un monstruo recubierto de epidermis cultural. Por otro lado, la integridad del dueño fortuito de un lienzo renuncia al valor de su pedigrí artístico al conocer los vínculos con un periodo negro de la humanidad: el nazismo. Sin sopesar la importancia estética ni monetaria, refleja dignidad hasta el final del episodio poco investigado al lado de quien la observa como beneficio pingüe. El caché galerista se incrementa al incluir a Egon Schiele en su catálogo, dentro de un entorno regido por las autorías y la tasación que la muerte proporciona a la obra de arte.
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En los negocios, el cliente siempre tiene la razón. El cuadro robado enfoca el arte pictórico como transacción primaria. La comedia inicial que nos adentra en un ambiente despiadado ilustra un contexto aristocrático lleno de racismo, exclusividad y egocentrismo, sabedor de que tiene la sartén por el mango. El director parisino Pascal Bonitzer se entrega a la dinámica marcada por una relación profesional donde el aura exclusivista se ve en forma de sexismo entre el cinismo de André Masson (Alex Lutz), y su becaria Aurore (Louise Chevillotte), obligada a permanecer en un segundo plano que nunca renuncia al protagonismo no presencial. La aparición de Schiele voltea la historia a través de la potencia de lo falso, la incredulidad y la puesta en marcha de mecanismos verificadores que no se fían de nadie. La falsedad queda deslucida. ¿Qué falsedad? En esta piscina de tiburones, la aparición de un hombre honrado antepone sus convicciones morales a la tasación del descubrimiento. La prostitución marca la masculinidad profesional de André ante la oportunidad de su vida. Se tejen hilos para apoderarse de Los girasoles marchitos (Otoño Verano II) a través del interés político sin apreciar su calor artístico. Los coleccionistas se rinden al cálculo pecuniario. No sólo Van Gogh pintaba girasoles. La candidez y poca cultura de su dueño rechaza la titularidad en un gesto de honradez e inocencia.
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La creación se convierte en pieza singular cuando se descubre la autenticidad de la tela que se creía desaparecida. Las artimañas para hacerse con el óleo esconden intereses confabulados que surgen como Ojos del Guadiana ante la ingenuidad del presuntuoso André. La oportunidad de engordar arcas y prestigio monta guardia en los pasillos oscuros de la conspiración. El derecho patrimonial despierta como arma reivindicativa de lo que hasta ahora se daba por muerto. ¿Avaricia? Toda una maquinaria para adquirirlo se pone en marcha. La procedencia del cuadro, el expolio nazi, estimula una decisión fácilmente tachable de incauta.
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El ámbito del subasteo se mueve con agilidad, encargado de volatizar la calibración económica de la puja que alegra con soltura. La situación creada discurre cómoda por el disparate y el entretenimiento, sin apartar del contenido el reencuentro con la moralidad de la marioneta que siente el peso de la manipulación. La felicidad personal no supera las ganancias económicas de una operación más ilusionante en su diseño que tras el resultado. La inalterabilidad del obrero químico que podía haberse convertido en propietario la convierten en película viva, divertida, real y optimista con el género humano. Bonitzer no ahonda en el origen de la pintura ni en su hermosura como elemento enriquecedor de un metraje basado en el contenido histórico e instructivo del autor como ocurre en La dama de Oro o Los últimos años del artista: Afterimage. No lo necesita porque no es lo que quiere ilustrar sino que se trata de ofrecer de forma amena los entresijos que mueven el lado oscuro de una atmósfera tildada como cultural. Hablamos de la convivencia amable entre negocio y honestidad, así de fácil. |
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