El mérito de esta comedia revivida hay que dárselo a la versión original. Los agradecimientos están dirigidos a
Rosaslind Wiseman, creadora del libro
Queen Bees and Wannabes, y el guion elaborado por Tina Frey para la película que en 2004 dirigió Mark Waters. Veinte años después, el fantasma de las secuelas despierta a espectros sobre los que el tiempo no ha hecho mella. Para quienes no conozcan la procedencia de
Regina George y sus amigas, la novedad empatiza con travesuras adolescentes de entorno universitario. Una trama ceñida al estereotipo de chica popular se come la enjundia que pudiera tener el conflicto entre chavales que experimentan el cosquilleo del amor y el peso de la amistad. El medio estudiantil es la jungla donde una abeja reina estratifica a los siervos en grupos inferiores marcados por características extravagantes. La exclusividad de una minoría ha formado un clan permitido a quienes alaben sus tonterías, como en la vida se hace la pelota. La procedencia africana de la recién llegada añade un toque de exotismo que pronto es absorbido por el egocentrismo de un culto a la imagen de mujer objeto.
La trama vuelve a seguir a Cady Heron entres coreografías adaptadas al siglo XXI. De Illinois en 2004 pasa ahora a Chicago. Sin música,
Chicas malas se queda vacía (si bien de por sí resulta vacua). No pretende dar lecciones de moralina educativa sino recrearse en las peleas adolescentes mantener controlado el poder sobre la masa mientras alguien se cree la chica diez, unirse al poder del grupo o alcanzar al chico de los sueños. Tampoco falta la retaguardia que se opone a esa tiranía aunque, algunas, en el intento, caerán en el mismo error: la vanagloria personal. La madre guay que va de enterada es una muñeca postiza que refuerza este universo
Barbie.