Las caras son conocidas, los ademanes también, el argumento sigue la senda aventurera de las películas anteriores. Poco resulta novedoso en el nuevo trabajo de la franquicia
Gru: quizás sea porque no lo necesita. ¿Quién quiere descubrir caras renovadas o artimañas saltimbanquis sin el matiz aventurero de la una familia anexionada al humor veraniego que muchos están esperando. Gru y su clan doméstico forman parte del ocio veraniego en los cines españoles. Entre la
versión anterior y la cuarta han pasado siete años: los necesarios para dar forma a una historia que poco tiene de argumento cambiante. Es esta continuidad en los momentos y gestos previsibles lo que atrae y ayuda a desconectar de lo cotidiano. Pero otra entrega no implica asentarse en la rutina de lo repetitivo aunque el caramelo no haya cambiado de sabor. La llegada de otro miembro aporta gotas de dulzura particular donde la maldad infantil hace buenas migas con la ternura del niño que todavía se mueve entre pañales. Gru junior trae a la mente las figuras de Jack, en
Los increíbles, o el semblante de
El bebé jefazo. Dicen que, de pequeños, los niños se parecen al padre o a la madre. Aquí, esa premisa no se cumple. El crío espabilado colorea un entorno que, por naturaleza, está envuelto en aventuras que terminan bien. Su destino: salvar al mundo y entretener al aforo que lo está mirando. Las relaciones paternofiliales gravitan en la angustia adulta de ser llamado
papá y un empeño del hijo por no someterse a los deseos del progenitor. Si unimos la compañía inseparable de los
minions convertidos en mega-minions, los amantes de la novedad pondrán cara de pocos amigos. Estos últimos son un guiño a los superhéroes con megapoderes convertidos en experimento animado. Su presencia onomatopéyica lo invade todo.