A estas alturas de su carrera, no hace falta presentar quien es Paul Shraeder. Su nombre identifica a títulos que han entendido el cine como un arma para preguntarse sobre el límite de la compasión humana. Busca la polémica y la interrogación, la necesidad de cuestionarse el pasado mientras sus personajes caminan sobre un alambre fino que pende entre un pasado tormentoso, la ordenación de un presente cartesiano y el acecho del futuro inquieto. Sus temáticas nadan contracorriente. Narvel Roth es cronista de un edén que pinta la vida secreta de las plantas con palabras en
off. El dietario de esta flora privilegiada expresa el sentido poético de una rutina que hace particular mientras explora el alma humana. Su alma. Una mezcla de ordenación pausada y venganza metódica apaga un fuego tatuado en su cuerpo a través de simbología extremista. La suavidad con que este diario pasa de la intimidad a la compartición despierta errores anteriores, la necesidad de su olvido y la búsqueda de un perdón a sí mismo. La horticultura como cobijo de su aislamiento es una manera de pagar su culpa con un mundo al que maltrató. Antes, se desenvolvía en un estercolero; hoy, respira en un jardín. Este misticismo ecologista tiene una religiosidad menos intelectual que la expuesta en
El reverendo. El remordimiento es una fuerza dormida que, en vez de limpiarse, sólo quiere continuar una concepción menos radical de la existencia, sin catastrofismos, sin sospechas, sin temores. Narvel acepta que todo obedece a un plan,
Shraeder le obliga a abrazar ese sometimiento que no encaja en un mundo desordenado pero funciona entre las murallas de un castillo ajardinado. Un jaula donde el cuidado floral lo ordena todo, guía y pacifica una presencia atormentada.
El maestro jardinero es reserva y soledad que obligan a seguirlos con la lentitud de que impone un ánima reconfortada en la quietud de la armonía floral.