¿Quién no recuerda al perrillo que, sin amo aparente, se encariña de una persona nueva para seguirla hasta su casa? Así comienza este drama tan tranquilo como nimio. Michel Franco hace una apertura de plano y guion entre lo enigmático, intrigante y social. El recuerdo en forma de agradecimientos generales durante una celebración familiar de alcohólicos anónimos proporciona bienestar entre sus participantes mientras despierta la memoria. La vida estructurada de Sylvia salta por los aires cuando Saul la sigue a casa tras uno de estos encuentros. Lo que podría parecerse al sendero de un acosador es el camino emprendido por un buscador de compañía. La exposición es bella cuando su lentitud se deja llevar por el susurro de A Whiter Shade of Pale. Su presencia repetitiva no molesta, se agradece proporcionando a la imagen el romanticismo que la narración predica, la suavidad de fotogramas sin variación tonal. La continuidad es dulzura meciendo el sueño amarmotado y una fragilidad protagónica. La entrega al prójimo se divide entre su consagración diurna a los demás y el encierro nocturno en el hogar, sustituyendo los candados por las alarmas electrónicas de código secreto. Inseguridad que acaba por estallar.
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Si el concepto de Memory es aceptable; su narración, no tanto. Lo farragoso gana la partida a la sensibilidad y planteamientos claros en el mundo confuso de la pérdida memorística. Mientras esa degeneración galopa sin doma, se produce el acercamiento entre una mujer altruista y el magnetismo de un hombre que flota en su desmemoria. La historia entre enamorados adolescentes no da para más. Franco aborda el tema con seriedad, el tratamiento es tedioso. Levanta los corazones de quienes interpretan un juego pasional más chiquillo que maduro. La monotonía se funde con lo pausado. El giro final, consciente del impulso que puede ocasionar, no suple la parsimonia reinante. Las buenas intenciones de una propuesta accesible se impregnan de seriedad humana que quiere entrar por el corazón. Dicha víscera ha sido anestesiada con la morfina de diálogos rosas desvelando el conflicto sin agarrarlo. Hablar de interpretaciones antológicas en Jessica Chastain y Peter Sarsgaard desmerece la importancia del relato. El peso de Sarsgaard, lleno de oscuridad ¿obligada?, se hunde entre los decorados y su cara barbuda. La presencia femenina destaca en el comedimiento, en la mujer que no ha procesado un pasado tras el que esconde una infancia llena de tortura y manipulación paterna. La familia funciona como árbitro para desenmarañar momentos que no se quieren aclara. La adicción al alcohol y el trauma del abuso sexual pesan en la trabajadora social. El niño asustado se encuentra con la mujer vulnerable: los dos van de la mano. Ella lleva una coraza de fabricación casera. La desmemoria ha vestido la presencia masculina. Si Sylvia sobrevive gracias a una fortaleza construida por las circunstancias, Saul da chapoteos de vitalidad entre la evanescencia de las cosas provocada por su enfermedad. El encuentro fomenta el escapismo de la norma, la ruptura a su cotidianidad a través de la compartición afectiva y sexual.
Memory es otro ejemplo de que el apellido del director no garantiza obras atractivas ni trayectorias consolidadas. Defender su argumento como un prodigio lleno de vida sobrevalora lecturas basadas en una naturalidad que no deja huella. La continuidad de un cine marcado por la controversia en su valoración está servida. Los grandes nombres no pueden hacer nada ante un relato convencional de narrativa lineal, opaca, solitaria, floja. El peso de los recuerdos abunda, hay trauma, existen ganas por descubrir un encuentro inesperado junto al autismo emocional. |