La utilización de un clásico para hacer experimentos de cocina fusión puede dar con la tortilla en el suelo. David Gordon Green, asentado en el mundo de
Halloween y su atracción por los
exorcismos, lo clava mientras machaca las neuronas del cinéfilo en busca de inventiva terrorífica. Para innovar el miedo sólo es necesario dejarse llevar por la sencillez de la maldad transgresora que no conoce límites, como hizo la niña Regan en 1973; armar una atmósfera sórdida donde las miradas y las sombras causen pánico, como el
Nosferatu de Murnau. No merece la pena entrar en una análisis comparativo con la semilla del mal que William Friedkin ha esparcido por las tinieblas del tiempo. Si Gordon Green ha querido seguir la senda dejada por los pasos de un maestro, y padre de la criatura, el patinazo decepciona en vez de asustar. El drama se recubre de situaciones forzadas que invitan a poner ajo en las puertas, como si estuviéramos en
Transilvania.
El comienzo dibuja el retrato repetitivo de Centroamérica inundada de mercadillos, santeros, brujos callejeros y chavales listos que hablan buen inglés a base de morcillas turísticas. La ficción arranca con aires de postal para convertirse en tragedia sísmica invocando a
La guerra de los mundos en versión de
Tom Cruise. Las paredes se derrumban, el suelo se agrieta, la gente corre despavorida y el espectador espera algo de acción en su butaca. Después de saber para qué ha pagado se entrada, la presencia del maligno se sospecha de manera inconsciente y errática. Una catarata de infortunios aparece sin narrativa coherente para llenar escenas vacías. Desapariciones, recuerdos del pasado, invocaciones hacia seres queridos y posesiones descafeinadas hacen de este largometraje una experiencia aburrida donde sólo los efectos especiales adquieren algo de protagonismo.