Una característica del cine japonés es convertir lo cotidiano en filosofía. El anime llevado a la gran pantalla se apunta a esta definición no sé si cultural o mercantil. Su sencillez, a veces, aplasta a la maquinaria occidental que saca películas con la (única) intención de alimentar una industria que se ahoga en la sobreproducción de títulos. El comentario resulta apropiado para introducir las sensaciones provocadas por un largometraje que puede encontrar tantos detractores como apasionados. Los espectadores que no se dejen cautivar por el género
manga tienen poco que disfrutar. El inicio apaisado de un cuento que enlaza la soledad del protagonista con el juego limpio va por los derroteros ya descritos. La casualidad, puesta de manera intencionada por el autor, hace del descubrimiento el inicio de una amistad. Las metáforas animales engordan el aspecto de fábula samaniega en la que el gato y un cuervo encuentran la justificación de su presencia. El ritmo tranquilo inicial, típico en cualquier producto nipón, crea un ambiente familiar donde el sosiego y la acción coletean juntos. El partido de
voleibol se convierte en rivalidad de escuela. El ambiente de las gradas se masca entre gritos de seguidores enloquecidos y jugadores adrenalíticos. El formato se ciñe al episodio deportivo, donde la individualidad y la camaradería hacen equipo. Los nombres se definen por motes que describen su personalidad dentro de la cancha. La figura del entrenador recuerda al
señor Miyagi, seguro de la vejez con su sonrisa perenne. Decorativa. Su actitud provoca risa y ternura.