La mano de Thea Hvistendahl mezcla en su batidora personal historias paralelas y diferentes dentro de un ambiente sofocante por su climatología y por el carácter visual del momento. El misterio se deja conducir entre la espesura protagónica y un entorno marcado por colores y sonidos oscuros tan homogéneos como sugerentes. Las palabras sobran, o se escabullen de la acción, desde las secuencias iniciales. La idea de duelo se acepta y entiende mejor desde este silencio impuesto a través de códigos audiovisuales. Aunque es una película de muertos vivientes no estamos ante un contenido al uso, donde la vísceras corren delante del alma y los gruñidos son gemidos afónicos. Todo lo contrario,
Descansa en paz es el éxtasis de la tranquilidad movediza que conjuga intriga y sosiego sin ponerse la zancadilla. Estas características tampoco quieren llevarse el gato al agua frente al interés por un desenlace que no admite suposiciones. Se observa el sentimiento de dolor sin desgarro que seres cercanos a lo fallecidos experimentan. No lo necesitan para expresar desolación por la pérdida y, mucho menos, para justificar un dolor que durante el largometraje se configura como director de un desenlace lleno de dramatismo pictórico. El inicio con las sirenas de los coches desatadas y sus luces guiñando faros recuerda a
Los Coches que Devoraron París, de
Peter Weir, dotando de vida a lo artificial. Muerte y soledad enlazan tres historias familiares: un abuelo y su hija que lamentan la pérdida del nieto e hijo pequeño trasformado en
Pinocho deslucido; la aflicción por el fallecimiento repentino de la esposa y madre en otra familia para finalizar con una anciana solitaria que ha perdido a su compañera.