La curiosidad late por dentro después de leer la sinopsis de esta película. Una vez vista, la respuesta es concluyente a la pregunta incluida en el gancho argumental
¿Qué puede salir mal?... Todo.
Políticamente incorrectos es un retrato sin colorido ni fuerza que quiere atraer con una proximidad basada en la empatía circunstancial de la lucha por el poder político. La presencia de trepas intentando cazar la piel del oso instala una veda abierta en la que no triunfa el más honesto sino quien sabe manipular los datos y las palabras (hasta las preposiciones) para convertirse en maestro de la promesa efímera. El poder mediático es la mosca cojonera que incordia buscando carnaza, sin argumentos, atrapada en el guion pobre. La narración poco imaginativa se percibe en un arranque fácil que desempolva épocas fosilizadas en la memoria;: un tiempo en el que la política española se ponía sus mejores galas para la
inauguración de pantanos. El enfrentamiento entre un pijerío convertido en alternativa popular de derechas y
perroflautas pertenecientes a una izquierda revolucionaria confluye en la sed de mando. El corazón del largometraje consiste en repetir con sentido robótico la frase que
Julio Anguita popularizó:
Programa, programa, programa. Mentir para alcanzarlo por encima del servicio público. Pero esto es darle demasiados vuelos a una proyección que busca el guiño cómico hacia la realidad política basada en la confrontación. Esa insinuación a la ocurrencia se queda en espejismo de la sonrisa y sombra de lo ordinario. El elenco desaprovechado coincide en un humor inocente marcado por el dibujo de personajes cercanos en fisonomía, como sucede con Elena Irureta y
Esperanza Aguirre; el saber estar de
Gonzalo de Castro, la televisiva María Hervás, la naturalidad casera de Pepa Aniorte o ese humor prosaico de Raúl Cimas.