Lo más gordo no es la existencia del depredador sexual sino su enmascaramiento y la permisividad con que se contempla. Corría el año 2000 cuando Nevenka Fernández quiso rasgar ese telón con una valentía femenina desconocida en España. Su coraje sintió la lentitud de los primeros pasos hasta conseguir algo que hoy vemos normal aunque la denuncia por acoso sexual no está asumida en su totalidad. Con Soy Nevenka todos quedamos en ridículo, remitiéndonos a los ponferradinos por exigencias del suceso, al permitir que la mujer pudiera ser violada o agredida sin el amparo de la denuncia ni que ello manchara el honor masculino. La óptica varonil dominante que ha opacado los asuntos sexuales dentro de una España oculta observaba cómoda. Nevenka fue agredida por una tríada mosquetera (física, verbal y moral) mientras se escuchaban frases de pronunciación femenil como ‹‹a mí sólo me agreden si me dejo››. Tras la sentencia, la denunciante se convirtió en una repudiada que debió abandonar su país, con piel de toro machorra, para encontrar refugio en Europa.
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Seguro que casi todos sabemos a qué/quién nos referimos cuando se habla de La Manada. La prepotencia institucional nace en el ayuntamiento que dirigía Ismael Álvarez, un alcalde salpicado por la polémica del delincuente moral. La oportunidad laboral abre las puertas del infierno que jamás se separará de Nevenka. Sin restar mérito al trabajo de Icíar Bollaín, su largometraje reproduce lo fácil que es pisotear la dignidad humana si va vestida de mujer. Su cine atiende a lo sucedido para construir un documental ficcionando la narración de unos hechos envueltos en asco, manipulación, despotismo, incredulidad inicial e indignación posteriores por novedoso. En medio de apoyos y abandonos existió un proceso de asimilación personal que no es abordado con la profundidad que se merece. Es como un periódico audiovisual que cuenta lo sucedido poniendo en la piel del elenco la responsabilidad de los acontecimientos.
El guion a tres manos de Icíar Bollaín, Isa Campo y Nevenka Fernández no estimula la imaginación (el caso tampoco la necesita), sin embargo, la cineasta madrileña quiere tenerlo todo bien atado para no cometer errores en el relato o/y no dejar que los actores los cometan con sus personajes. La escasez de una tensión que debiera prolongarse durante el metraje no levanta odios ni despierta cabreo con el recuerdo. Tampoco asombra mientras la mugre consistorial dilapida los gastos de representación en salidas furtivas, y no precisamente en cacerías por Sudáfrica. El juego peligroso comienza como un toqueteo adolescente que termina en cama y restregón consentido (esto no significa que en los momentos reales sucediera así). La explicitud de muchos planos resta agresividad al hostigamiento, desmotiva a seguir viendo escenas con un final imaginado. El paso de lo afectivo a la persecución se llama acoso, sin darle más vueltas. El desgaste de Nevenka Fernández crece con el envalentonamiento de un hombre fuerte en su debilidad (afectiva y sexual) porque Ismael Álvarez es un impotente mental que busca en la mujer el cebo para rellenar el miedo de su soledad. La asepsia disipa los horizontes sobre una culpabilidad que se trata de ocultar con su conocimiento previo. Tampoco se ahonda en la complejidad del monstruo no para comprender a la víctima sino para ampliar los horizontes a cerca de su enfermedad.
Los protagonistas se desenvuelven en una pecera donde las crías de tiburón (corrupción en el ayuntamiento, control, poder, trabajadores sumisos, miedo) rondan al escualo dominante. El pánico a perder el enchufe que permite traer pan cada día a casa cierra las puertas a la verdad en un cabildo que pliega filas en torno a su jefe. El paisaje social defiende al acusado porque este sabe cuándo el gorrión necesita trigo. Soy Nevenka es la reafirmación de una persona y la denuncia de una realidad repetida; es ligera al ahondar en el retrato de la bestia, sus complejidades: una crónica del acontecimiento donde la ficción pone voz al paso de la injusticia a la justicia. Sin embargo, las penalidades que la víctima sufrió no asaltan al espectador, que acoge la tragedia con la indolencia de quien conoce el veredicto y, convertido en añejo, sabe que el enfado no arregla nada. Tampoco hace reflexionar a la sociedad de la inmediatez. |
Los malpensados creerán que este producto bienintencionado sólo genera créditos para el currículo de Iciar Bollaín ya que ni engrandece ni hace de menos al cine. Pasa de largo como el recuerdo de un caso singular en su momento que no debe permanecer en el olvido, ya que ahora existen muchas Nevenkas y otras tantas quedan por llegar. Los primeros pasos marcan el camino con la elegancia de la sutileza que habla con lenguaje gestual. Los roces evidentes se apoderan de la pantalla con la embestida rápida para dar músculo a un motor que no necesita ser forzado. Soy Nevenka se lame las heridas causadas en vez de escupir sobre ellas para concienciar de que su pus no ha desaparecido ni supura con el tiempo. Mientras no se ponga coto con determinación a salvajes como Ismael Álvarez, el caso Nevenka será un grano negro en la cara de la vergüenza humana. |