La idea de aunar lo policial con ETA tiene tirón. Si mezclamos ficción y realidad, el atractivo crece. A pesar de que el protagonismo de la banda terrorista vasca ha descendido en la sociedad española, desde que el 20 de octubre de 2011 anunciara el
cese definitivo de la violencia, sigue generando diálogos enfrentados, menos belicosos. La realidad acerca de quien decidió mimetizarse como parte del virus para frenar su avance no ofrece dudas. Arantxa Echevarría, como euscalduna resuelta y consciente de la jugada, se introduce en un túnel lleno de sombras que se movieron a través de la clandestinidad y el horror. Su película retrata un momento muy preciso de esta guerra entre policía y terrorismo en el País Vasco.
La infiltrada plantea un tema de debate interesante: la distinción entre agente infiltrado (sin amparo legal) o agente encubierto (amparado por un juez o fiscal). Sin esta sutil y necesaria aclaración no se entiende una trama que envuelve al policía bueno contra el pistolero, a salvadores y verdugos. Quizás
somos víctimas de la irracionalidad humana; de la manipulación ideológica cuando las armas se convierten en forma de expresión única, cuando el asesinato se antepone al diálogo.
La infiltrada se basa en pinceladas históricas y documentales que, sin crispar el enfrentamiento social, pueden levantar ampollas fosilizadas. La supresión de las cloacas policiales no incomoda. Parece que no existen mientras se hace del violento el escaparate de una marca, ETA, sin entrar en las neuronas del monstruo. La acción se adentra en el corazón
abertzale.