Después de mostrar las
ventajas de viajar en tren, Aritz Moreno regresa con otro paseo donde lo inquietante mezcla gajos de comicidad pegajosa.
Ernesto Alterio vuelve a ponerse en sus manos, alejado de la locura protagónica que poseía en
El cuarto pasajero. Ahora, el pijerío de Rodrigo es engullido por la voracidad de Luis Machi, un empresario prepotente aficionado a la vida cómoda y el desprecio. El insecto pegajoso que socializa con facilidad se cuela en la pantalla como una metáfora directa de la inmundicia humana. La pesadilla maloliente y desagradable incomoda por su procedencia desconocida, enerva a alguien que se vale de ella para cargar el muerto a otro, se siente inestable cuando no encuentra pistas sobre su procedencia. Algo huele mal en este suspense que, sin ser terrorífico, busca un hueco en el crimen. Tampoco hay que ponerlo en los altares excepto para los amantes del culto a
Sitges y ese cine teñido de misterioso asesino que deja pistas confusas y borra cualquier rastro de sospecha. Si algo atrae de la cuestión enrevesada es la continuidad sostenida por el egocentrismo de Machi. El hombre que ha triunfado pisando a los demás hace de la corrupción su insignia, es un insecto devorado por el instinto de alimaña corporativa que sobrepone el poder a las personas, alguien en la cresta del mundo que soluciona los problemas con la chequera. La figura del matón que ejecuta el trabajo sucio aparece como anécdota imprescindible en este tipo de situaciones. La caracterización del argentino
Tomás Pozzi, acostumbrado a verlo episódicamente en la serie televisiva
La que se avecina y de forma permanente en
Gym Tony, es tan grasienta como divertida sin resultar intimidadora.